Trump ha roto mi familia. ¿Qué hacemos ahora?
El trumpismo no está ligado a un candidato en concreto y la derrota de Trump no va a cambiar a mi familia.
En 2016, veía desde Ontario que Trump iba a ganar las elecciones. La consternación que sentí solo fue a peor cuando mi prometido, de nacionalidad canadiense, conoció a algunos de los seguidores más acérrimos de Trump unas pocas semanas después: mi familia.
Fuimos en coche a Carolina del Norte para celebrar Acción de Gracias con mis padres y otros familiares. Era la primera vez que mi prometido iba a conocer a su familia política. Yo, estadounidense y demócrata, le advertí de que íbamos a ser los únicos progresistas a la mesa. La cena transcurrió de forma cordial hasta que mi prometido preguntó con educación por qué todos votaban a Trump.
La respuesta fue inmediata, acalorada y no tuvo nada que ver con la política de Trump ni con su visión de Estados Unidos. Simplemente pusieron en duda la legitimidad de Barack Obama y repitieron los falsos discursos nativistas de Trump sobre que Obama ni siquiera es estadounidense. Hasta ese momento, mi prometido nunca había oído la palabra “negrata” en una conversación “cordial”. Fue una muestra del racismo, el nativismo y la xenofobia que han caracterizado el trumpismo.
Cuando comentó de forma amable que Canadá en general admiraba a Obama, otro de los invitados desenfundó su pistola y la colocó sobre la mesa sin decir nada. Y ese fue el fin de la velada.
Solo pude agachar la cabeza y esperar a que acabara la cena, como he hecho durante toda mi vida con mi familia.
Me crie en el condado de Allegany (estado de Nueva York), un territorio tradicionalmente muy conservador en el que Trump ha vuelto a ganar por el doble de votos que Biden. Cuando era una niña en la década de los 70 me educaron para desconfiar de todo aquel que no fuera de derechas.
Asistir a la universidad en la Virginia rural abrió mi mundo. A los 18, encontré amigos para toda la vida que tenían una mentalidad inclusiva con todas las razas, religiones y orientaciones sexuales. En los 80 me convertí en la oveja negra de mi familia al volverme progresista. Rebatía sus argumentos y fui la primera de la familia que votó a los demócratas. Al final, mi hermana también se cambió de partido en 2004 y nos convertimos en aliadas.
En 2014, tenía 42 años. Estaba en plena crisis de los cuarenta, horrorizada por un reciente tiroteo en una escuela primaria y recién divorciada. Así pues, di un salto de fe, hice las maletas y me mudé a Ontario. Por entonces, no sospechaba que iba a ser la mejor decisión de mi vida. Encontré una existencia más humana y cuerda. Encontré al amor de mi vida, me casé y obtuve la nacionalidad canadiense en 2019.
Mientras tanto, en Estados Unidos, fueron pasando los años a medida que Trump sembraba el caos y la incertidumbre a su paso. Separó y encerró en jaulas a familias inmigrantes en la frontera con México, disparó gas lacrimógeno a unos manifestantes pacíficos para sacarse una foto y fomentó la brutalidad policial.
Mi ansiedad por los abusos de Trump creció en las redes sociales, donde tenía que soportar publicaciones pro-Trump para seguir en contacto con mis familiares y amigos. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando Trump describió a los supremacistas blancos de Charlottesville, como “muy buena gente”.
Decidí compartir mi opinión en internet y un familiar mío que votaba a Trump me dijo: “Cállate y acata nuestra ideología, como el resto de las mujeres de la familia”. No hice caso de ninguna de esas dos órdenes y lo bloqueé a él y a otros familiares más. No hace falta explicar por qué empecé a perder el contacto con mi familia.
Para los estadounidenses liberales que vivimos en el extranjero, estos últimos cuatro años han sido una tortura. He visto a mis amigos progresistas manifestarse por todo el país y no he podido hacer nada. Pero no hay mejor forma de obtener una imagen objetiva de tu país que vivir en el extranjero.
Tras un año de manifestaciones de Black Lives Matter, de pandemia y de descontento social, y animada por las encuestas preelectorales, recuperé la esperanza.
En la víspera de las elecciones, hice un directo en Facebook para explicar lo que es vivir en una familia de votantes de Trump. Mientras contaba cómo el trumpismo había destruido la relación cercana que antes teníamos, me imaginaba su reacción y me sentía mal, pero era una misión importante y seguí adelante.
A juzgar por el apoyo que recibí, no estaba sola. Mucha gente me contó cómo el trumpismo había destrozado sus relaciones o cómo su familia se había dividido según su voto. Algunos de mis familiares me llamaron hipócrita después de ver la entrevista y me dijeron que había confundido su ideología con el racismo. Ese día murió mi esperanza de limar asperezas en la familia.
Con la victoria de Joe Biden, la pregunta es: ¿qué hacemos ahora?
Aunque para mí ha sido un gran alivio que no ganara Trump, mi familia se ha resignado y sé que lo va a pasar mal durante los próximos cuatro años. Y, como muchas familias, estarán deseosos de que Trump se vuelva a presentar en 2024.
La cosa es que el trumpismo no está ligado a un candidato en concreto y la derrota de Trump no va a cambiar a mi familia. Hay aspectos de su ideología que violan los valores centrales de la moral humana, que validan los peores impulsos de la sociedad estadounidense y que trascienden la política. El trumpismo no se ha ido.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Canadá y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.