‘Trigo sucio’, estamos en el aire
Una comedia con el trasfondo del movimiento Me Too que se desencadenó tras el escándalo Harvey Weistein.
Se estrena en el Teatro Reina Victoria el último Mamet, Trigo sucio. Una comedia con el trasfondo del movimiento Me Too que se desencadenó tras el escándalo Harvey Weistein. Obra a la que se va para que la inteligente mala uva de Mamet no deje títere con cabeza o, al menos, no deje títere en nuestras cabezas.
Para aquellas personas que no lo recuerden, Harvey Weistein era un productor de cine. Habitualmente de películas de calidad, bienintencionadas, escoradas o sesgadas hacia el ala progresista de la inclusión, la diversidad y la denuncia social. Obras que no dejaban de ser blockbusters vendidos como películas globales e independientes, como cultura de la buena, hecha por verdaderos artistas.
Hombre que saltó de las páginas de cultura y negocios de los periódicos a las de sociedad cuando un montón de actrices contaron el acoso sexual al que las sometía como contraprestación para hacer de ellas unas estrellas. Unas denuncias que prendieron la mecha del movimiento Me Too.
Pues bien, basándose en esta persona real, esta obra está protagonizada por Fein. Un productor de cine que atesora taquillazos y premios con películas como Bastardos (con un cartel parecido a Malditos Bastardos de Tarantino), El comandante francés o El último vegano, la película de un celiaco. Un personaje al que se muestra en su entorno privado de trabajo. Fuera de los focos.
Donde se siente seguro y puede ser él mismo. Donde rechaza guiones sin paños calientes, cambia títulos de películas para no pagar derechos, chantajea, explota a sus subordinados, compra voluntades con dineros o favores, compra sexo con quien quiere y cuando quiere, que se muestra totalmente descuidado con los que le rodean, olvidando fechas, nombres, relaciones. Vamos, un pintas.
Pues bien, este pintas encuentra en el actor Nancho Novo una muy buena horma para interpretarlo. Porque lo muestra como es, pero también es capaz de crear empatía por el personaje, hacerlo simpático. Como todos esos personajes, que no solo en privado, sino también en público, se muestran racistas, machistas, depredadores, faltones, con lo que hay que tener, que se victimizan en cuanto que pueden y que, a pesar de todo, consiguen el favor de la audiencia. Les cae en gracia por el espectáculo que dan y gozan de su simpatía y hasta de su empatía cuando se les afea la conducta. De los que encontrados en la calle, en los bares, se les alaba por su libertad.
Nancho Novo puede hacerlo porque el elenco sabe devolverle las bolas que lanza su personaje. Y eso que las bolas que Mamet ha escrito son reveses difíciles de devolver sin cargarse esa simpatía, esa gracia de barra de bar, que él le da al personaje.
En este sentido, el de saber devolver los reveses, hay que destacar, sobre todo, los trabajos de Eva Isanta, que hace de fiel secretaria, y abandona, ¡por fin!, el registro televisivo con el que la suelen poner en todas partes.
Y, también sabe devolverlas Candela Serrat, como la joven cineasta británica de origen ruso, que encarna el miedo que dan los pintas como Fein sin ingenuidad ni inocencia. Pues hace entender que sabe a lo que se juega y, al poco que conoce a Fein, a lo que el productor está jugando.
En este sentido, se entiende peor el personaje del guionista, interpretado por Fernando Ramallo, al que Fein ningunea. Quizás para mostrar que, aunque el guionista, por eso de que es hombre, se librará del acoso sexual, pero no lo hará del resto de maltrato. Un guionista al que el guion le importa bastante menos que el dinero que se le debe. Y que cuando ve una mujer joven, como es la citada cineasta, reacciona como Fein, la mira como un depredador.
Para que todo este despropósito funcione, Juan Carlos Rubio, el director de este montaje, ha decidido darle un toque de soap opera gamberra. Tal vez más cercana a la comedia escatológica británica, estilo Benny Hill, que a la “disneyniana” y “netflixera” que viene de Norteamérica.
En la que, a manera de estudio de televisión, hay unos luminosos que indica que se está rodando y retransmitiendo, es decir, “on air”, y cuándo hay que dar aplausos. Incluso juega a que todo sucede en un decorado, por ejemplo, cuando Fein se tira por la ventana o en el momento en que los técnicos comienzan a desmontar parte del mismo decorado.
Interpretaciones y notas de dirección, de puesta en escena, que sobrevuelan un texto que ya desde su estreno en Londres se criticó como inacabado. Y es cierto que se tiene la sensación de que le falta algo.
Posiblemente lo que falte sea el fuste al que Mamet tiene acostumbrado a su público. Esa especie de gran historia y verdad incontestable de, por ejemplo, Glengarry Glen Ross. Obra sobre el capitalismo y las grandes empresas que lo gestionan hasta en lo más básico, por el que recibió el Pulitzer de teatro.
En Trigo sucio esa verdad incontestable no está. Es una comedia ligera, tan ligera que, tal vez, se tome el acoso sexual a la ligera. O tal vez no. Sino que la intención sea mostrar el ambiente de depredación en el que se vive.
Un mundo al que se llega para comérselo todo, arrasar con lo que sea, donde el deseo nunca se satisface. Nunca hay suficiente de nada. Ni de sexo, ni de dinero, ni de premios. Como si la vida fuera un showbusiness en el que hay más business que show. Un lugar donde se ha venido hacer negocio y no arte.