Tribunal Constitucional, decisión difícil: fraude y abuso del Derecho
En cuanto "supremo intérprete de la Constitución" (art. 1.1 LOTC), el Tribunal Constitucional sólo está sujeto a la Constitución y a su propia Ley Orgánica (LO 2/79, de 3 de octubre). Y la Ley Orgánica del TC tuvo su primer acierto en su muy temprana aprobación: fue la segunda en la historia de nuestro ordenamiento (la primera, LO 1/79, de 26 de septiembre, fue la Ley Orgánica General Penitenciaria, sólo unos pocos días antes). Con aquella decisión, las primeras Cortes Generales democráticamente elegidas en régimen constitucional (es decir, tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978) enviaban un mensaje de compromiso irreversible con el carácter normativo de nuestra Ley Fundamental, no sólo con su legitimación plenamente democrática (ratificada en referéndum por el pueblo español), sino con su garantía jurisdiccional, encomendada al TC.
La LOTC ha sido reformada en variadas e importantes ocasiones (1985, 1988, 1999...). Siendo ministro de Justicia, yo mismo impulsé en 2007 (LO 6/2007, de 24 de mayo) una reforma orientada a reforzar lo que los profesores veníamos denominando "señorío del TC sobre su propia jurisdicción"; esto es, en el dominio sobre el contenido (y perímetro) de sus resoluciones, que no están sujetas a la revisión de ningún otro órgano jurisdiccional del Estado. Pensando en su mayor eficacia, el objetivo de esta reforma fue despejar, por un lado, conflictos con otras jurisdicciones (notablemente con el TS, con el que habían ventilado en el pasado episodios de fricción: la "guerra de las dos Cortes"), y asegurar, de otro lado, un control más eficiente por parte del propio TC sobre los requisitos de admisibilidad de los recursos de amparo (que suman, de lejos, la inmensa mayoría de los casos ante el TC).
De modo que tengámoslo claro: en el curso de los años, y en su función de interpretar la fuerza vinculante de la Ley Fundamental, el TC ha contribuido, con sus resoluciones, a ensanchar su propio margen de maniobra, que no se limita tan sólo a responder estrictamente a "lo que se le pregunta", sino que puede abordar otras cuestiones por la que se delimite el contenido y alcance de los preceptos de la Constitución, o por la que se interprete su impacto sobre el resto del ordenamiento.
Y viene esto a cuento del auto dictado por el Pleno del TC, reunido en sesión extraordinaria el pasado sábado, 27 de enero. Un auto ciertamente novedoso por su contenido, por el esfuerzo ejercitado en aras de concitar la unanimidad de sus miembros, y por el que, una vez más, a mi juicio, el TC ha hecho historia.
Es cierto que los antecedentes del caso figuran entre los más difíciles que hayan llegado jamás a su conocimiento. Y es verdad asimismo que, conforme al viejo adagio del TS de los EE.UU, "hard cases make bad Law". Los casos tremendos se pliegan difícilmente a la disciplina del Derecho, y menos a sus rutinas. Asuntos tan espinosos y expuestos a dilemas minados por tensiones no solamente jurídicas (sobre las normas aplicables) sino políticas (sobre su contexto y efectos) e incluso sociales e históricas (sobre lo que la sociedad percibe que está en juego), se prestan mal, efectivamente, a silogismos simplistas ni a ecuaciones despejadas en términos de si "x" es tanto, "y" es igual a otro tanto.
Y, sin embargo, con todos las dificultades del supuesto de marras, el TC ha acometido y resuelto de forma imaginativa lo que se le había planteado -una de los más endiabladas impugnaciones (contempladas en el art. 161.2 CE) interpuestas hasta ahora por el Gobierno de la Nación contra una "disposición" o "resolución" de una autoridad de una comunidad autónoma.
En este caso, se impugnaba la propuesta formulada por el President del Parlament de Cataluña: proponer a Carles Puigdemont, prófugo de la Justicia (no se ha ido al extranjero para tratarse ninguna enfermedad, ni por "fuerza mayor", para entendernos), como candidato al debate de investidura fijado para la jornada del martes 30 de enero. Y es cierto que esa "propuesta" no equivale a "nombramiento" (lo que fue determinante para el dictamen negativo de la Comisión Permanente del Consejo de Estado, máximo órgano consultivo del Gobierno, art. 107 CE).
Pero es también indiscutible que el Gobierno puede proclamarse políticamente obligado a extremar cuantos argumentos (y ángulos o enfoques) jurídicos estuviesen a su alcance para evitar un nuevo "acto consumado" de dificilísima (e imposible) reparación posterior (que un Puigdemont ausente, resultara telemáticamente investido en un debate que perpetrase un intolerable fraude de Ley, en un efecto prohibido por el ordenamiento por más que cínicamente haya llegado a aducirse que "no lo prohíbe el Reglamento del Parlament de Cataluña).
Recuérdese que nuestro ordenamiento contiene cláusulas precisas para prevenir el fraude y el abuso del Derecho (art.7 Código Civil, art.54 Carta de Derechos Fundamentales de la UE).
Pues bien, enfrentando y superando tales dificultades, el TC ha señalado el camino con una resolución vinculante para todos (erga omnes), como todas las suyas (art.164 CE). Y lo ha hecho extravasando el ámbito objetivo preciso de la impugnación planteada, cuya sola admisión a trámite (independientemente del posterior fallo sobre el fondo) hubiese acarreado, una vez más (como en cientos de ocasiones anteriores), la suspensión mecánica e inmediata (durante al menos 5 meses) de la investidura convocada (art. 161.2 CE, Título V LOTC; arts. 76 y 77). Y sin contradecir, nótese, la doctrina establecida por el Consejo de Estado sobre la inviabilidad de una "impugnación preventiva" por resultar "prematura".
Pero el TC ha ido más lejos: ha sentado también una novedosa doctrina sobre los requisitos objetivos y subjetivos para que la investidura autonómica pueda tener lugar conforme a Derecho: a) presencia del candidato (nada de investidura telemática); y b) ejercicio del voto, presencial o delegado, con base en el mérito y adecuación a Derecho de cada situación individualizada. Para que Puigdemont pueda presentarse al debate, habiéndose sustraído a la acción de la Justicia, debe ponerse, primero, a disposición de la autoridad judicial, y, sucesivamente, solicitar del Juez (el TS) autorización para ejercer un derecho fundamental (art.23 CE) que no le ha sido restringido (no todavía) por ninguna condena penal (prueba de ello es que ha sido legalmente candidato, y es parlamentario electo).
Hace dos semanas, en un artículo anterior en este mismo blog del Huffpost, escribí literalmente: "Un abogado que quisiera ayudar a Puigdemont le aconsejaría ponerse a disposición de la Justicia, hacerse detener y solicitar autorización judicial para su investidura, en ejercicio de derechos que todavía no le han sido restringidos por ninguna condena penal". Eso es exactamente lo que le ha dicho el TC. Sólo que, afortunadamente, ni Puigdemont ni su abogado me han hecho ningún caso.
Una cosa final, a modo de moraleja. Cansa repetir, de tan obvio, que no se puede pretender burlar la Ley y el Derecho al mismo tiempo que, con descarado y obsceno ventajismo, jugar a disfrutar de todos los resortes que la Constitución y la ley proporcionan en garantía de derechos. Ya sé que los hay que argumentan que "lo que es poderse..., se puede"..., nos guste o no; y eso es así porque acaso en ese mismo garantismo de nuestra legalidad -por abyectas que sean las intenciones y por rechazables y taimados que sean los motivos de quienes carecen de escrúpulos para abusar del Derecho- reside la grandeza del orden constitucional; y también por más que el propio ordenamiento contemple cláusulas precisas para prohibir que quien abusa del Derecho pueda salirse finalmente con la suya.