Tres cosas que la pandemia no es y una que no debería ser
Es tan sencillo de entender como imposible de conseguir.
La pandemia no es:
- Una guerra. Incluso metafóricamente, una guerra es un conflicto, es decir, una lucha entre partes con intereses enfrentados que actúan estratégicamente buscando un fin. No es este caso. Por mucho que los generales aparezcan estos días en las ruedas de prensa vestidos con su ropa de trabajo, no se puede declarar la guerra a un volcán, a una sequía o a una epidemia vírica. La naturaleza -se ha dicho mucho estos meses- no negocia. Tampoco es conflictiva. No tiene intereses ni planea ataques o defensas. Y si la pandemia no es una guerra, entonces no la vamos ni a ganar ni a perder, por mucho que repitamos la consigna “vencer al virus”. ¿Existe un número de fallecimientos por debajo del cual podamos proclamar nuestra victoria o pase lo que pase los supervivientes afirmarán al final que han vencido? El lenguaje bélico no describe correctamente nuestro problema, por mucha exaltación del ánimo que produzca.
- Un mensaje que nos manda la naturaleza. Ni la naturaleza ni la Tierra ni el dios de Abraham ni el capitalismo ni el crudiveganismo ni los extraterrestres. Es un poco lo de antes. Salvo en las películas de Disney, la naturaleza no tiene voluntad. No se queja. No se venga. No actúa intencionalmente a propósito porque no tiene intención ni propósito. No tiene códigos ni símbolos. Por no tener, no tiene ni función expresiva. Con estas bases comunicativas tan mermadas, resulta un pelín difícil mandar mensajes a nadie. Es más, de hecho, “la naturaleza”, así, en abstracto, entendida como algo unitario, como un órgano colegiado en donde los bosques del Amazonas, la ionosfera, el manto terrestre, los insectos, el carbonato cálcico y la luz ultravioleta acuerdan acciones por unanimidad, ni siquiera existe. Y no existir siempre reduce bastante la capacidad para enviar mensajes.
- Una competición entre países. Primer Campeonato Mundial de Muertos por Covid-19. Es fácil entender que no se pueden comparar datos procedentes de formas diferentes de medir. La letalidad del virus está muy relacionada con la edad del paciente, y cada país tiene sus propios niveles de envejecimiento poblacional. Cada país tiene criterios diferentes para determinar qué es un fallecimiento por covid y qué no, en función, por ejemplo, de si tuvo lugar en contextos hospitalarios o residenciales. En todas partes es necesario un test de covid para computar como caso, pero no todos los países los realizan con igual frecuencia e indicación a los enfermos. Diferentes factores climáticos. Diferentes usos sociales relacionados con el contagio. Y, sin embargo, todos miramos ansiosamente esas gráficas llenas de curvas exponenciales para identificar el colorín que le corresponde a España, con la esperanza de que no sea el que está por encima de todos los demás -o no, pero de eso justamente pasamos a hablar ahora-.
La pandemia no debería ser:
- Una guerra, un mensaje o una competición entre partidos políticos. Es tan sencillo de entender como imposible de conseguir. No parece que tener gente gritando acusaciones al oído sea el ambiente laboral óptimo para los artificieros que tienen que decidir qué cable cortan para desactivar una bomba. Y esto es así aunque las acusaciones sean verdaderas, o aunque el artificiero, llegado el caso, fuera el primero en ponerse a gritar si otro compañero tuviera los alicates en la mano. Cualquier repaso a la hemeroteca concluye que la palabra “asesinos” se ha usado con demasiada frecuencia en la política española para recaudar votos en ambas direcciones, pero, como nunca hemos vivido una crisis de esta magnitud, nunca ha sido tan indignante e impertinente este uso. Quizá les funcionó a unos y a otros ante problemas menores, pero no se entiende cómo, en este caso, nadie en la oposición despierta de esta ofuscación votoadictiva y se da cuenta de que las antipatías que están despertando superan con mucho a la ratificación de los convencidos. Aquí sí es adecuado invocar la metáfora de la guerra, aunque sólo sea por el alto número de metafóricos refugiados en Portugal.