'Toy Story' y la industria de la nostalgia
Por Diego Sebastián Garrocho Salcedo, profesor de Ética, Universidad Autónoma de Madrid:
Era cuestión de tiempo. De tanto echar de menos se nos ha impuesto, casi sin quererlo, una exitosa y creciente industria de la nostalgia. Solemos añorar aquel verano, aquella historia inacabada y el olor inaugural de todas las primeras veces. Esa querencia agridulce, universal pero históricamente matizada, ha servido para promocionar recientemente la recuperación de algunos imaginarios perdidos hasta construir una creciente estética de la memoria.
El intento no es absolutamente novedoso y antes de que la memoria fuera un reclamo comercial, la recuperación del tiempo o el gusto por lo antiguo convivió con perfecta naturalidad con una cierta confianza en el futuro. Cuando el presente es feliz no hay que elegir entre el tiempo pasado y el tiempo por venir. La Modernidad –signifique lo que signifique–, además de sucesivas estrategias de emancipación, nos ha legado una pulsión con la que añorar lo inmediatamente perdido. Desde El Quijote hasta la moda rétro, la alternancia entre la vanguardia y lo deliberadamente obsoleto ha sido una tendencia estética, cultural e industrial perfectamente reconocible.
Da miedo escribirlo pero habrá que confesarlo: fue hace 24 años cuando se estrenó Toy Story. Echen cuentas de dónde estaban entonces y contengan el suspiro porque sí, nos hemos hecho mayores.
Este viernes se estrena la cuarta entrega de la que para muchos fue la primera gran película de animación y es más que probable que una turba de adultos ya veteranos abarroten los cines para consagrar el reencuentro. El mero hecho de ir a una sala de cine ya es un gesto nostálgico, casi de resistencia frente al streaming, pero muchos acabarán conmovidos cuando comprueben que lo más emocionante no es que echemos de menos a nuestros juguetes. Lo verdaderamente capital es fabular con que sean ellos quienes nos echan de menos a nosotros. Vuelven Woody y compañía y muchos correremos a jurarles eterna fidelidad para volver a ser imbéciles algunas horas más tarde.
Que los adultos más lúcidos siguen soñando es algo indubitable. Nadie en su sano juicio renunciaría a ser niño durante algunos instantes y el mundo hiperreal de la infancia nos pone a salvo de la ridícula semántica del mundo adulto.
A pesar de lo que dijera Nietzsche, que era algo así como un payaso triste, en el mundo de los niños no hay interpretaciones, sólo hechos, y para afrontar los hechos hay y había que ser muy valiente. Hoy no nos atreveríamos a saltar desde el puntal, a meternos tres chicles bazooka en la boca o a rematar de cabeza un balón tan duro como el Mikasa. Pero aunque hacernos mayores tenga algo de pérdida no debemos dejar de denunciar un hecho que cada vez se hace más palmario: a toda una generación se le ha impedido el acceso a la vida adulta y las estrategias fictivas de prolongación de la infancia no son más que una dolosa estrategia alienante.
El negocio de la nostalgia es quizá una de las formas más explícitas de este recurso analgésico. Celebrar un homenaje al imaginario de la EGB, las cintas de cassette o al Comandante Cobra de los G.I. Joes debería ser un acontecimiento tan íntimo y privado como ir al baño.
Convertir el recuerdo en un fetiche comercial y público tiene algo impúdico y no es en absoluto neutral. La apuesta nostálgica, rentabilísima desde un punto de vista comercial y político, no busca simplemente amortizar el carácter cíclico de algunas tendencias. Este recurso de consumo nos seduce como si el recuerdo fuera nuestra única salvación cuando es imposible confiar ya en el más humano e iluminador de los sentimientos: la esperanza en los días que vendrán.
Con la crisis del 2008 y con las evidencias cada vez más rotundas del colapso climático el futuro ha dejado de convertirse para muchos en un lugar habitable. Nadie en el Occidente desarrollado piensa hoy que vivirá mejor que sus padres y a toda una generación se le aleja la meta de llegada que enmarcaba el final de la promesa meritocrática.
Las películas de animación nos recuerdan que puede darse el registro de lo que nunca ha existido. En el cine convencional, los actores fingen o actúan una realidad tangible pero la animación, sin embargo, prescinde de todo arraigo material para convertirse en una perfecta metáfora de la experiencia nostálgica: repetir y memorar aquello que nunca existió. Tal vez por ello los ingleses dicen “record” donde nosotros decimos grabar.
Buzz Lightyear nunca existió, como probablemente tampoco existieron las escenas con las que hoy seguimos decorando nuestras memorias de infancia. A pesar de ello, correremos a las salas para dejarnos engañar y volver a soñar como soñábamos entonces. Más allá del principio realista o de la anestesia que suponga la industria de la nostalgia, el presente nos duele demasiado y el futuro nos amenaza tanto que no podremos renunciar a ella. No hay elección: ante la pérdida de un horizonte futuro razonablemente próspero nuestra esperanza habrá de cambiar de rumbo. Merecemos un pasado mejor y el cine está aquí para recordárnoslo.