Y la Justicia 'apretó' a Torra: el fin del activista que le cogió el gusto a ser “honorable”
Un presidente polémico e inhabilitado que agitaba y no gestionaba; Cataluña, camino de elecciones en febrero.
Se acabó Quim Torra. El hombre que llegó por carambola a la Presidencia de la Generalitat, el activista que detestaba la gestión, el independentista que gritaba “apreteu” a los CDR, la mano ejecutora de Carles Puigdemont en Barcelona, el mesías cultural que llegaba para volver a repetir el referéndum… que acabó cogiéndole el gusto a ser “molt honorable” y se ha aferrado a la silla hasta el último momento.
Torra simboliza como nadie la esquizofrenia política de Cataluña. Un independiente fichado por Puigdemont para la lista de Junts en las elecciones post 155. Su misión era dar palmas en el gallinero del Parlament, pero la endiablada situación hizo que llegara a ser el presidente. De esos giros ansiosos que ya son marca en el parque de la Ciutadella. Todo ello después de que fuera imposible la investidura telemática de Carles Puigdemont y los sucesivos intentos de Jordi Sánchez y Jordi Turrull.
Allí estaba Torra. Carles Puigdemont tuvo claro que era la figura perfecta para controlar desde Waterloo. Una marioneta para muchos. Sin experiencia política, sin agarraderas en los partidos, sin proyección pública. ¡Pero ojo con estos perfiles! Y los primeros que empezaron a sufrirle internamente fueron sus socios de Esquerra. Una persona incontrolable, que sólo respondía a la lealtad de Puigdemont, echado al monte, contrario a cualquier acercamiento a Madrid. De repente Esquerra se volvió pragmática… y la antigua CiU enloqueció.
El Supremo ha puesto fin al ‘torrismo’: lo ha inhabilitado ratificando la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por el caso de los lazos amarillos. El fallo, adoptado por unanimidad, señala que el expresidente desobedeció de forma “contumaz y obstinada” a la Junta Electoral Central.
El Alto Tribunal ha entendido que el ámbito del recurso “no es la exhibición de determinados símbolos o pancartas de una determinada opción política” como sostenía Torra. Se el inhabilita por “su utilización en periodos electorales desobedeciendo lo dispuesto por la JEC que, en el ejercicio de sus funciones garantiza la transparencia y objetividad de los procesos electorales, prohibió su utilización, con vulneración del principio de neutralidad a que deben sujetarse las administraciones en general, contraviniendo órdenes expresas de aquella Junta”.
Este lunes ha sido su última jornada en el Palau. Durante la tarde reunió al Govern a puerta cerrada, para luego hacer una declaración institucional. Su mensaje: debe haber en “pocos meses” unas elecciones a modo de plebiscito.
Ha asumido esa inhabilitación, aunque ha dicho que no se resignaba y que no acataba esa sentencia, que recurrirá ahora en Europa. Pero ya hablaba como ex president. Ha dicho que ayudará desde el sitio en el que esté. Su puesto lo asumirá en funciones Pere Aragonès, y se abre un periodo ahora para que el Parlament busque un nuevo candidato. En caso de no lograrlo en dos, se tendrán que convocar elecciones.
En su despedida ha llamado varias veces a la desobediencia, ya que la única forma es la “ruptura democrática”. Un estilo que nada que ver con Mas, Duran i Lleída, Campuzano, Pascal… Aquella Convergència. Le encanta el activismo, se lo cree, se siente más feliz detrás de una pancarta que entre expedientes y decretos. Lo suyo era gritar, el espectáculo, el ir a romper el sistema. De Sanidad y Educación, ni hablar. Procés, procés, procés. Así se ha marchado del Palau, con la pancarta sancionada.
A Torra le gusta ese aire también de iluminado, ese romanticismo nacionalista, esa esencia burguesa independentista que considera al resto de España inferior. No lo escondía, sus tuits anteriores lo desvelaron. Con un corte casi racista. De ese independentismo que apela a valores de superioridad y encantado de hablar del papel opresor del Estado.
Cuando estaba Rajoy, el traje le venía al pelo. Con Sánchez y su apuesta por el diálogo le sentaba peor. Se empecinó en su “no es no” a todo lo que fuera Moncloa: ni apoyar la investidura ni los presupuestos generales. Esa seducción no la logró Sánchez ni paseándolo por la fuente de Machado. Y fue protagonista de la famosa foto de la primera reunión de la Mesa de Diálogo, un órgano que venía orquestado por su socio de Esquerra. Pero es que al discurso de Torra no le viene nada bien que Madrid se siente. Sit and talk… hasta que llega la hora de la verdad.
A Torra le gusta dinamitar las cosas, aunque tenga cara de bonachón. ¡Hasta fue de excursión cuando no era nadie a Ferraz aquel fatídico Comité Federal! En sus últimos días como presidente se cargó al sector más tranquilo del PDeCAT del Govern. Su intención: laminar a la vieja escuela moderada de CDC para poner alfombra roja al nuevo partido de Puigdemont de cara a las elecciones.
¿Elecciones? ¿No iba a convocar? Pues en su día lo dijo, pero llegó la pandemia y se olvidó también. Sus socios de ERC no lo soportan. Los dos habían dado por acabada esta legislatura en tierra de nadie. Puro hielo se notaba entre Torra y Pere Aragonès, la gran estrella de ERC y el favorito para ganar unos futuros comicios. Ahora coge el testigo de manera interina.
Torra siempre jugó al límite. Él siempre vino a jugar. Su sentencia judicial y política ha llegado con el caso de los lazos amarillos. Lazos que aprieta, ahogan. Pero siempre estuvo en el aire esa sensación de que buscaba la inhabilitación, acabar como un mártir. Ser un santo en el Olimpo del independentismo. Él no tenía nada que perder, siempre ha confesado, y no le importaba ir a la cárcel. No hacía nada mientras Barcelona ardía.
Su inhabilitación llega tras un complejo proceso, en el que se han movido por detrás con mucha fruición el PP y Ciudadanos. A nadie se le olvidará que el fallo de la Junta Electoral en enero fue primero anunciado por Pablo Casado en un tuit sin que hubiera todavía comunicación oficial. La caza de Torra fue deporte mayor en la derecha española.
Torra ya es historia, pero no histórico. Y en las puertas del Palau no había mucho gente cuando se marchó. Los CDR sí andaban sueltos para montar alguna bronca. Ahora llegan cuatro meses en el aire... hasta las más que probables elecciones a principios de febrero. ¿Qué nos deparará la política catalana?