Tomo antidepresivos y esto es lo que ha aprendido mi familia conservadora sobre salud mental
Los jóvenes de la generación Z somos los más afectados por el estrés, lo que augura una potencial crisis de salud mental que puede empeorar aún más.
Un día de mayo, me encontraba hecha un ovillo en el suelo de la cocina, paralizada y llorando. Mi madre, al verme, me suplicó que parara. Al final, cuando se dio cuenta de que no reaccionaba, se arrodilló a mi lado y fundió su cuerpo con el mío en un abrazo. Permanecimos así un rato, haciendo una versión muy triste de la cuchara. Al final, cuando no me quedaban más lágrimas y me empezó a doler la cadera por el suelo, me levanté y me fui a la cama. Eran las 2 de la tarde.
Pero ese no fue el episodio que convenció a mis padres de que necesitaba ayuda externa por mi depresión. Hubo muchos más, con llantos mucho más escandalosos, con ataques de pánico y catatonia, y siempre acababa vacía. Al final de lo que me parecieron meses de sufrimiento, pedimos una cita telefónica con mi médico de cabecera. La consulta no duró más de 15 minutos y el doctor me recetó 10 miligramos diarios de Prozac (fluoxetina).
Prozac es un antidepresivo que se popularizó en la década de los 90 y es uno de los pocos medicamentos de su clase aprobados en Estados Unidos para menores. De forma similar a como Elizabeth Wurtzel lo describió en sus memorias Prozac Nation, el efecto de este medicamento me resultó asombroso, y no es ninguna hipérbole. Pero aún más sorprendente fue el tiempo que tardamos mi familia y yo en darnos cuenta de que necesitaba ayuda, no solo la terapia telefónica que había recibido desde la primera llamada al médico.
La concepción que mi familia tenía de la salud mental era muy conservadora, como sucede con muchas de nuestras ideas. Los problemas de salud mental eran algo que les sucedía a otras personas, jamás algo que nos fuera a afectar a nosotros. Así pues, evitábamos hablar del tema y nos incomodaba enterarnos de que tal o cual conocido tenía un problema de salud mental.
Pese a que me he convertido en mayor de edad en una cultura que celebra la salud mental y desestigmatiza los trastornos mentales, yo absorbí la cultura de mi familia sin pensármelo demasiado. Eso me hizo ignorar mis brotes de tristeza y ansiedad porque, al fin y al cabo, eso se supera con fuerza de voluntad, ¿no? Cada vez que estaba triste, me sentía culpable por no encontrar la felicidad en las cosas buenas que había en mi vida, como si sentirme triste y agradecida fueran opciones excluyentes. Como si estar triste fuera una elección.
Mi declive en la pandemia fue un toque de atención que desenterró una sospecha que siempre he albergado en mi interior pese a la cultura de mi familia: todo el mundo puede sufrir una enfermedad mental y, cuando sucede, es una bestia sin piedad. Mis padres por fin empezaron a abrir la mente. Después de ver a su propia hija sufriendo una enfermedad mental, se dieron cuenta de que le puede pasar a cualquiera y de que existe tratamiento.
Desde que empecé a tomar antidepresivos, hemos hablado más sobre nuestras emociones: miedos, preocupaciones, alegrías, melancolía... Durante el verano, mis padres y yo decidimos empezar a pasar tiempo de calidad juntos para reflexionar sobre este tema sentados alrededor de la hoguera. Gracias a estas conversaciones, aprendimos a sentir más empatía y a comprender mejor a los conocidos que están pasando por situaciones similares. Fue una liberación.
Prozac me cambió la vida, me ayudó a estabilizar mi humor y a mantenerme positiva. La nueva transparencia de mis padres y su voluntad de hablar sobre salud mental también fueron fundamentales en mi recuperación. Pero mi historia es solo una de tantas y, evidentemente, no existe un tratamiento único que valga para todos.
Los antidepresivos no son para todo el mundo y a veces cuesta un tiempo descubrir qué es lo que te funciona a ti. Para algunas personas, la terapia es igual de efectiva, o más. A otras personas solo les funciona una correcta combinación de medicamentos y terapias. En mi caso, la terapia era un pequeño plus, pero no me ayudaba a solucionar mis problemas mentales más graves, y por eso decidimos probar con los medicamentos.
Aunque los efectos de cada tratamiento dependen enormemente de cada persona, no creo que me equivoque si afirmo que las enfermedades mentales en sí se están volviendo cada vez más frecuentes, sobre todo entre los jóvenes.
Según un estudio de la Universidad de Michigan, uno de cada siete niños y adolescentes de Estados Unidos sufrieron al menos una enfermedad mental tratable en 2016. Sin embargo, casi la mitad de ellos no recibieron ningún tratamiento médico ni psicológico. Las estadísticas más recientes no son nada halagüeñas: según la encuesta anual de este año de la American Psychological Association, los jóvenes de la generación Z somos los más afectados por el estrés, lo que augura una potencial crisis de salud mental que puede empeorar aún más.
Estos datos se pueden achacar al aumento del coste de la sanidad privada en mi país o a la falta de herramientas para diagnosticar los trastornos mentales, pero ¿y si se debe simplemente a que pocas familias hablan del tema? Muchos padres, como los míos, se sienten incómodos hablando con sus hijos sobre salud mental y eso provoca que muchos niños arrastren sus problemas durante más tiempo sin decir nada.
En cuanto a las conversaciones sobre salud mental, sobre todo en una época como esta en la que estamos pasando más tiempo que nunca confinados en casa, atrapados con las creencias de las personas con las que convivimos, las familias necesitan tomar la decisión consciente de ser sinceras y transparentes con sus vulnerabilidades.
Me alegro mucho de que mi familia tomara esta decisión. Gracias a ello, hoy estoy (y estamos) más felices y sanos que nunca.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.