¿Todo por España (y los españoles)?
La cerrazón de Albert Rivera ya ha abierto la primera gran crisis de identidad en su partido.
Desde nuestros diferentes rincones de pensar fuimos muchos de los que nos dedicamos a estas labores de reflexión y análisis los que coincidíamos hace unos meses que España se estaba asomando al abismo. Por las alcantarillas del país bullía la corrupción, que como en las erupciones volcánicas de libro, se anunciaba con pequeños temblores y esa especie de ronquidos que suben de dentro de la Tierra, y que hemos escuchado los que hemos visto nacer un volcán.
Por los flancos, siempre al acecho para saltar, el guineo catalán, ese conflicto interminable pero que empezó a vivir otra vez, desde sus intentonas en la II República, un proceso separatista de la mano de Artur Mas –que se retiró a tiempo de la inducción para no poner en peligro su patrimonio multa a multa– y que coincidió, precisamente, qué casualidad, con el ‘caso Pujol’, esa familia que parece que practicaba aquello que predicaba el padre Peyton con respecto al rezo del rosario de que familia que cohecha unida permanece unida.
Después, con Carles Puigdemont se avanza un paso largo hacia el despeñadero del golpismo, cuando se aprueban en el Parlamento autonómico (regional) las leyes de desconexión con España y la declaración unilateral de independencia (DUI), bajo la forma de una República.
¿Qué más podía pasar? ¿Qué más se necesitaba para corregir el rumbo directo al iceberg que se llevaba? La aplicación del artículo 155 de la Constitución Española de 1978, tan constitucional como todos los demás, frenó el golpe pero no acabó con la tentación golpista, esta vez dirigida por un personaje telemandado en manos del expresidente Puigdemont, ‘valientemente’ dado a la fuga en el maletero de un coche, y sobre el que pesa una orden de busca y captura.
En esos caminos estábamos aún, sin visos de arreglo, cuando al PP de Mariano se le hace imposible seguir en el Gobierno como si nada pasara mientras les estallaban los juicios por los casos de corrupción. El punto de no retorno fue la sentencia de la Audiencia Nacional de mayo de 2018 sobre la primera parte de la Trama Gürtel, en la que acreditó la existencia de una ‘caja B’ y declaró al PP partícipe ‘a título lucrativo’, condenándole a pagar una multa de 245.492 euros.
Eso abrió la puerta a una moción de censura que presentó Pedro Sánchez, después de que Mariano Rajoy se negara a ‘asumir sus responsabilidades’ y a marcharse como le pedía el jefe de la oposición para desistir de la iniciativa.
Vino pues el gobierno muy ‘provisional’ de Pedro Sánchez, que prometió celebrar elecciones en breve tiempo, pero que practicó con desenfado y habilidad el principio de que lo provisional suele convertirse en definitivo; y decidió permanecer en La Moncloa todo el tiempo que pudiera, para desde allí preparar la recuperación socialdemócrata.
La verdad es que nadie apostó un duro por él. Apoyado con la abstención de los separatistas, de los declarados y de los sinuosos y serpenteantes, caminando con destreza de funambulista en la cuerda floja, convocó elecciones, el 29 de abril pasado, y las ganó, aunque, una vez más, se aplicó aquél aforismo que dice que en España quien gana pierde y viceversa.
Cuando se convocaron los comicios prácticamente todos los medios de comunicación –con alguna excepción atrabiliaria– coincidieron en un aspecto de la cuestión: pasara lo que pasara, ganara quien ganara, todos lo partidos constitucionalistas tenían que ‘pasar página’ y ponerse de acuerdo en un Pacto de Estado sobre los grandes temas que ponen en peligro la convivencia nacional, el futuro de la nación, tanto en relación con el modelo territorial, como con el aumento espectacular de la desigualdad social tras la crisis económica que, al terminar, se había saldado con los ricos más escandalosamente ricos y los pobres más escandalosamente pobres.
Este fue el motivo de que desde muchos ángulos, periódicos económicos tan influyentes y poco sospechosos de rojerío como el Financial Times o The Economist, grandes empresas del IBEX (otras no, claro, esas que siempre pescan en río revuelto), mandatarios de otros países (Trump no, desde luego, que ese quiere una Europa débil y fracturada) y en general todo el mundo español coincidiera en alertar de la necesidad de un gobierno estable, con suficientes apoyos, para evitar males mayores por parte de los nacionalismos, los populismos y ‘los ladrones’.
Algunos medios captaron las verdaderas razones de la preocupación: el aumento de la brecha social y la extensión de la pobreza, que alcanza caracteres alarmantes, eso complementado con salarios muy por debajo de lo aconsejable y de la media europea, podría provocar un estallido social ingobernable azuzado por los antisistema de Podemos o de la extrema derecha, que había asomado la pata en la precampaña andaluza.
Macron y Merkel, pero no solo ellos, habían alertado de que el populismo y el nacionalismo, que reaparecen con fuerza inusitada por doquier, “es la guerra”. Como según Paracelso “el veneno es la dosis”, los síntomas parecían indicar que la política española reflejaba síntomas de aparente envenenamiento…
Las elecciones dejaron una lección, pero cada cual eligió su asignatura, no la nota media.
La conclusión principal por evidente fue que el partido más votado, con diferencia, fue el PSOE de Pedro Sánchez, que el PP cayó en un pozo profundo, que Ciudadanos, completamente escorado a estribor no logró el sorpasso al PP, aunque le faltó muy poco, y que Podemos fue severamente castigado por los electores. Y que Vox aparece con menos fuerza de la que parecía tener en el ensayo andaluz, pero con una particularidad: que le dio victorias a las otras dos derechas derrotadas: Ahí se configura el bloque de ‘Las Tres Derechas’. Ya la palabra tripartito no era sinónimo de perversidad y demoniaco, sino democrática, benéfica y arcangélica. Unidas disputaban con éxito plazas en las que el PSOE había sido el más votado.
Ahí se acabaron las buenas intenciones. La derecha re-unida pasó olímpicamente el fascículo del gran pacto de Estado por ‘responsabilidad nacional’. A partir de ese momento, Ciudadanos, que había empezado por ser socialdemócrata, para acto seguido abjurar de tal ‘pecado’ y definirse como liberal y de derecha de toda la vida, (‘por sus hechos los conoceréis’) , empezó un vertiginoso proceso de radicalización conservadora y de radicalismo antisanchista. El cordón sanitario a quien se le aplicó no fue a los separatistas, de derechas o de izquierdas, ni a los antisistema, ni a los ultras, sino al partido más constitucionalista de todos, el PSOE que, con la UCD, fue el artífice del consenso de la Transición que consiguió una Constitución modélica, solamente traicionada por el cinismo nacionalista y por la visceralidad bolchevique que abjuró del PCE eurocomunista, pactista y democrático.
Pero el cambio de ser socialdemócrata a ser liberal facción ‘neo’, no es un trayecto fácil. Aunque muchos aceptaran, por pragmatismo, el cambio, las diferencias afloraron ante la hondura de esa transformación y la intransigencia antisocialista de su líder, así como de su acercamiento indisimulable a Vox. Pura aplicación del resbaladizo ‘el fin justifica los medios’.
La cerrazón de Albert Rivera ya ha abierto la primera gran crisis de identidad en su partido. Al portazo de algunos dirigentes, que no aceptan ‘traicionar’ los ideales fundacionales (al menos de un modo tan basto, amarrándose al PP y siendo incluso más papistas que el papa) y que consideran un grave error negarse a facilitar mediante una abstención táctica la investidura de Pedro Sánchez, seguirá probablemente un goteo. La fuga de Manuel Valls, el ‘fichaje estrella’, los avisos de Macron por haber pactado ‘implícitamente’ con Vox, la marcha abrupta de Toni Roldán, portavoz económico, la del eurodiputado Javier Nart, el runrún que no cesa…
Albert Rivera y Pablo Iglesias están sirviendo de coartada a Pedro Sánchez para que sean inevitables unas nuevas elecciones. Y hay que ser torpes para no ver cuál es la tendencia de las encuestas: El PSOE, y no Podemos es quien puede tocar el ‘cielo’.
Un amigo liberal, de los liberales ilustrados, me confesaba su decepción: “¿Pero no decía Albert que España era lo primero?”. Opinaba que tampoco a la abstención había que tenerla como una renuncia insuperable sino como una extraordinaria oportunidad. Pero, claro, las prisas de la ambición, la soberbia y el endiosamiento son malos consejeros.