Tocando los huevos
Desaparecieron los lobos. Nosotros, en la ceguera que causa la pobreza, no supimos ver el daño.
León, que guarda tantas memorias, atesora aún las loberas que hasta mediado el siglo pasado fueron defensa de pastores y diversión de poblados: profundas simas a las que se llegaba por una angostura que no dejaba a los lobos, atraídos a la trampa por una res enferma, escapar de ella. Cuando las fieras declaraban su derrota con aullidos, acudían hasta los bordes de la fosa los chavales tras arrancarse la escuela de la piel, las mujeres hartas de los lamentos del rebaño, los hombres iracundos y tantas veces cobardes.
Entre todos acababan a pedradas con los lobos atrapados, en un ritual que oscilaba entre la fiesta y la rabia. No faltaban la propina para el alimañero, que se quedaba sin trofeos, ni las botas de vino que fingían la sed.
También en Burgos muestran hoy en día tan macabros rediles.
Es conocida la historia del lobero que, ante la imposibilidad de adentrarse en la guarida para atrapar las crías, empujó a su escuálida criatura por aquel agujero hediondo. Como quiera que el niño, algo cabezón, fuera incapaz de retroceder, el padre, sin éxito, le tironeó de los palillos de las piernas como si arrancase jaras.
-Mira, hijo –gritó para ser escuchado- aguanta mientras me acerco a la labranza a buscar ayuda. Tranquilo, que volveré escopetado. Ya sería raro que mientras tanto viniera la loba. Recuerda que lame antes de morder. Sacúdela con los pinreles.
Ajeno a los gemidos del chaval, el padre se alejó hasta la sombra de unas peñas, encendió un mataquintos, escupió la colilla, meó en su pañuelo y volvió con trotecillo lobuno para arrimarle a las piernas la lengua de tela.
El chaval salió del tirón donando al pedrusco sus orejas.
Yo conocí en posteriores ferias al desorejado, botijo sin asas al que su padre, ufano, exhibía junto a las hediondas presas abatidas para que los dueños de los rebaños les entregaran su agradecida dádiva.
Luego, desaparecieron los lobos y ellos. Pero yo bien supe de la pesadilla de su aullido en las noches insomnes, las plegarias de las abuelas, el temblor de las esquilas y el rechinar de las carlancas en el acerado cuello de los perros.
Amén de las cabras y ovejas que desgarraban sembrando el bosque de madroñeras, enajenados, los lobos mataban a granel.
Aún había más víctimas: aquellas reses que, despavoridas, se despeñaban.
Y aún otras, no menos infelices que, habiendo escapado a sus garras, ya no criaban jamás, multiplicando nuestras desdichas. Maquiné, en su día (en mi día, porque fui yo quien lo vivió), que las que se declaraban yermas, y que teníamos que malvender, lo hacían para liberar a sus hijos de ese trance terrible. Amor de madre.
Desaparecieron los lobos. Nosotros, en la ceguera que causa la pobreza, no supimos ver el daño. Por décadas, fueron las escopetas las que hicieron su trabajo; pero, al final, comprendimos que romper el equilibrio tiene su precio. El monte necesita al depredador, su cirugía de colmillos por bisturí, que prefiere siempre al animal enfermo. Cuando solo viven los herbívoros, cuando su población se descontrola, terminan por competir con el ganado por cada brizna de pasto; y, en esa competencia, el ganado se infecta de enfermedades que no debería llegar a conocer. Que se lo pregunten a los extremeños que en 2015 tuvieron que sacrificar miles de reses por un brote de tuberculosis que llegó a lomos de los jabalís.
Y si solo hubieran sido los lobos…
Tiempo atrás, antes de que Félix Rodríguez de la Fuente aullara a la justicia y a la sensatez, ningún animal que comiera a otro se libraba de la venganza sin motivo, de nuestra intromisión en su muerte (que es su vida) tan solo para evitarnos las bajas que ocasionalmente causaban a nuestros ejércitos quijotescos.
Volara, caminara o se arrastrara, el depredador tenía pena capital.
Presencié sin pestañear (ahora me estremezco), una batida en la que participó toda la aldea con una jauría de perros, bieldos y palos, para descastar esa ralea en las lindes del verano. Un cabrero observador conocía el cubil. Afortunada, la loba, huyó a tiempo. Pero allí estaban sus cachorros.
El griterío jubiloso aturdió la montaña.
Mi abuelo, con parsimonia, como si abriera una sandía, rasgó a punta de navaja el lomo de aquellos peluches que emitieron un gemido apenas audible. Luego, para que no escaparan, cortó sus tendones como quien siega juncos. A continuación, extrajo de una cajita metálica amarillos polvos de estricnina que, con la cabritera, extendió sobre los regatos de sangre en los lomos rasgados. Se maliciaba que la madre, cobijada por la noche, volvería a lamer a sus criaturas.
Pero lo cierto es que nadie vio jamás una loba muerta.
En mi pueblo, menesterosos años cincuenta, todo era precario. Incluso la Virgen tenía un solo niño.
La fiesta, que se anticipaba al tres de mayo, para que los mozos llegaran sobrios a segar la cebada, traía a Robledillo un puesto de escopetas tan trucadas que hubiéramos errado el blanco disparando a una nevada, una vendedora de helados (solo de vainilla), una turronera y otra que gritaba “¡Tostones!”.
Pero ni para estos lujos nos alcanzaba la calderilla.
En los afortunados años en que los alcornoques se cambiaban la camisa, los pastores nos financiábamos esos caprichos recolectando trozos de corcho desperdigados por la pedriza y que nos malpagaban al peso.
De repente, y desde la capital, que solo nos enviaba sanciones y delegados del Movimiento, llegó una buena nueva, la única: Marcial, el guarda, nos pagaría dos reales por cada huevo de águila o cabeza de lagarto, una peseta por las de culebra y cinco por las de víbora.
Así fue como nos convertimos en verdugos.
Ningún cabrero, desde ese día, llegaba al aprisco sin la navaja ensangrentada.
En una jornada llegué a colgarme del cinto una de lagarto (“horizontal crepúsculo” hubiera dicho Pepe Hierro) y dos de culebra.
No recuerdo, maldita sea, ni una sola de víbora en los veranos de matanza.
Los contados nidos de águila, siempre en las cimas de vértigo de los alcornoques, me resultaban inasibles, y los saquearon más hábiles zagalones.
No sé qué pasa este año con las pollitas, que ya pasó san Blas y apenas ponen, rezongó mi madre.
Pa mí que el gallo ese que merqué en Navaltoril nos ha salido maricón –repuso mi padre.
Dubitativo, el guarda, me dijo escrutándolos -¿no son algo pequeños, chaval?
Serán de águila primeriza -tragué saliva.
Pero, coño, Abraham, si hasta la color es distinta.
Es que… son de varios nidos -farfullé atragantándome.
Cómo iba a sospechar Marcial que, para modificar el color, los tuve varios días enterrados en estiércol.
Cenando en el cocedero, a la luz del candil y mientras se enfriaba la sopa de ajo, mi madre soltó con perplejidad:
-No sé, pero para mí que Marcial debía de andar hoy un poco achispado. Me lo topé en la fuente y ¿qué crees que me dijo? Dionisia, vigila a tus gallinas, que me da que ponen en los árboles.