Tiempos gaseosos
Dos libros han servido para conformar mis lecturas veraniegas, los dos del recientemente fallecido Zygmunt Bauman, premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010. Se trata de Tiempos Líquidos (2007) y Retrotopía (2017). He condimentado dichas lecturas escuchando a Richard Wagner y Arnold Schönberg, y subiendo y bajando colinas por el Camino de Santiago, que es la mejor manera de pensar en la finalidad del Universo, en quiénes somos, de dónde venimos, y sobre todo, hacia dónde vamos.
La tesis de Bauman en Tiempos Líquidos es relativamente sencilla. Vivimos en tiempos líquidos, en los que la idea de compromiso, el pensar de manera colectiva, propia de la modernidad, ha fallecido, dando paso al nacimiento de un mundo en donde prima el individualismo y en donde Hobbes, homo homini lupus est, campa de nuevo por sus respetos. El hombre se encuentra pues en un estado de naturaleza total en el que la cooperación entre seres humanos se encuentra no ya solamente eliminada del rango de posibilidades que se plantean las personas en su conducta, sino incluso del código genético del casi homo singularis en el que nos hemos convertido ya en este estadio de la evolución humana.
Por su parte, Retrotopía lleva consigo un mensaje cifrado no solamente para los posmodernos, sino también para todos aquellos que nos consideramos progresistas. Se trata además del testamento de Bauman, puesto que es uno de los últimos libros, si no el último, que publicó el sociólogo polaco antes de su fallecimiento en 2017. En Retrotopía, Bauman nos dice que la idea de progreso, que fue característica de la modernidad, es ya imposible en el mundo de la posmodernidad. La razón es relativamente sencilla: la idea de progreso de la modernidad tenía anclada en sí la idea, coetánea, de la colectividad. No había progreso si el avance no era colectivo; cuando en la modernidad se hablaba de progreso, se hablaba del progreso del conjunto de la humanidad, hacia mayores cotas de bienestar y felicidad entendidas siempre en un sentido de conjunto.
Pues bien, la idea de progreso, nos dice Bauman, es imposible en la época de los tiempos líquidos, en la época en la que todo se nos escapa de las manos, como el agua, quien sabe incluso si como el propio gas; incapaces, los humanos, de retener ningún tipo de relación en el medio o largo plazo, del tipo que sea, laboral, social, personal, económica, legal, ni siquiera un mínimo instante, incapaces de pensar en proyectos colectivos, la idea de progreso se evapora consecuentemente. Lo que antes era progreso colectivo, se mira y se mide hoy en día en términos del propio progreso individual, el individuo se ha convertido en la medida de todas las cosas, progreso incluido. En este contexto, líquido, quién sabe si gaseoso, el individuo ha diseñado dos estrategias de sustitución de la idea del progreso: la idealización de mundos utópicos completamente irrealizables (de ahí la moda del mindfulness, por ejemplo, un estado de nirvana permanente que promete la desconexión del mundo tal y como es) y la mirada hacia el pasado, la Retrotopía. Bauman se centra en esta última, pero no deja de ser completamente sarcástico con la primera: hombres y mujeres de negro que viven en urbanizaciones de lujo con guardias de seguridad las 24 horas del día en donde se genera una sensación de felicidad ficticia que siempre es proporcional a cuánto ajena es del mundo exterior, del mundo que circunda al condominio. Con respecto a la mirada hacia el pasado, el ser humano, o un cierto tipo de seres humanos, no han pensado nunca tanto como ahora que cualquier tiempo pasado al actual fue, decididamente, mucho mejor. Ambas estrategias, ambas miradas, coinciden en una sola cosa: son puramente individualistas, des-incorporan, las dos, cualquier intento por reconectar, aunque sea de manera mínima, a los seres humanos con la idea del progreso colectivo de nuestros antepasados inmediatos, el homo modernus.
La sensación que a uno le queda después de leer a Bauman es de pura desesperación. Si aceptamos el diagnóstico, la pregunta es, ¿y a partir de ahí, qué podemos hacer? El problema se plantea en términos decididamente trágicos cuando uno se imagina estructuras como la siguiente: pensemos en un mundo formado por diez personas, en el que nueve de ellas van completamente a lo suyo (piensan en términos de "egoísmo objetivo", como dice Bauman) y una de ellas piensa en términos modernos, piensa en términos de colectividad, altruismo, desinterés (por emplear los términos de Elster). Es decir, pensemos en un mundo formado por 9 sujetos pertenecientes a la categoría del homo singularis, y un sólo representante del homo modernus. El juego empieza cuando las diez unidades tienen que tomar una decisión colectiva, por ejemplo, cómo repartir nueve trabajos: no diez, sino nueve. Es evidente que lo que van a hacer los nueve individualistas es que cada trabajo recaiga en uno de ellos, sin importarles si recaerá, o no, en alguno de los demás. ¿Pero qué hará en este contexto nuestro hombre altruista? Si piensa en términos altruistas, se quedará sin el trabajo; si piensa en términos individualistas, tendrá quizá alguna opción de sobrevivir. Por tanto, la decisión es clara: o el altruista perece o se transforma en uno más de la tribu de los individualistas. No tiene otra opción.
¿Cuántos de nosotros no nos vemos diariamente interpelados por este mismo dilema? Es el dilema de la "especialización en individualismo", también llamado, empleando términos algo menos técnicos, "el juego de joputa el último". Estaría muy bien que el mundo fuera una playa roja, "a red beach", como llamábamos al Instituto Universitario Europeo en los tiempos en los que yo hacía la tesis doctoral en aquel maravilloso lugar; pero mientras tanto, mientras ello ocurre, juguemos, y a tope, con las cartas del individualismo, no vaya a ser que el toro nos pille, y, además, desprevenidos.
Como respuesta a este problema, César Rendueles plantea en su libro Capitalismo canalla: una historia del capitalismo a través de la literatura (2015) que volvamos a tomarnos en serio la idea de cuidar a los demás. Tal y como yo la entiendo, estamos ante una suerte de apelación al micro-cuidado; no se trata pues de cuidar como un gran proyecto universal, sino de un cuidar en nuestra vida diaria, en el pequeño mundo que tenemos construido cada uno de nosotros. Me parece una idea prometedora y atractiva, que nos reconecta con lo que alguna vez fuimos y quizá hayamos dejado de ser, pero que, al mismo tiempo, incorpora en ella un cierto sentido de renuncia a las grandes transformaciones, a los grandes proyectos; es, de alguna manera, la certificación de que la partida está, en gran medida al menos, perdida, y de que solamente nos queda nuestro pequeño universo coyuntural como (gran) campo de acción.
Mi propia receta no es mucho más alentadora, soy perfectamente consciente de ello; como señalaba con la estructura de la lucha por los 9 trabajos que he mencionado más arriba, la partida es en efecto muy difícil de jugar. Pero creo que la dirección en la que debemos pensar es mucho más profunda, y pasa, sustancialmente, por recuperar uno de los bienes públicos que hemos perdido completamente y que debemos urgentemente intentar recuperar y reconstruir: se trata de la confianza, de la confianza tanto inter-personal como institucional. Ahora bien, cómo empezar a reconstruir este activo tan maltrecho, en un mundo como el que nos ha tocado vivir, que está más maltrecho todavía es, sin duda, harina de otro costal.