'The show must go on', pero soy yo, el que sigue aquí
Coinciden casi en el tiempo dos espectáculos en la cartelera madrileña de espíritus muy parecidos. Los espectáculos son Si pudiera mover los pies, saldría corriendo de la Señorita Blanco que se ha podido ver solo 4 días en El Umbral de Primavera. Y The show must go on de Jérôme Bel que la Compañía Nacional de Danza (CND) ha subido al escenario de los Teatros del Canal. Ambos son de danza, una danza que se podría decir cercana a la performance. Y en ambos la gente, el común, es invitada a bailar canciones pop del siglo XX, standards, que seguramente forman parte de su banda sonora emocional particular. Éxitos de Bowie, Tina Turner, Queen, Beatles pasando por el bailable Macarena, que viene con coreografía incluida, o el Time of my life de Dirty Dancing (este de "Si pudiera..").
Cuerpos no entrenados ni dedicados al ballet que se contraponen a los cuerpos de bailarines profesionales. La profesión, el trabajo, bailar es para unos cuantos un trabajo, frente a la pura diversión de bailar y pasarlo bien, por ejemplo, en una fiesta de pueblo o sentado en el patio de butacas de un teatro viendo bailar. Lo que es, en definitiva, para una gran mayoría.
Una confrontación que en el caso de la Señorita Blanco y su "Si pudiera mover los pies, saldría corriendo" comienza con una conferencia de una performer barcelonesa de padres extremeños en la que cuenta sus ganas de aprender a bailar, a pesar de una enfermedad que la tuvo paralizada en la cama, y de mostrar su (in)capacidad para hacerlo una vez recuperada. Motivo por el que el personal asistente es invitado a asistir a su clase de baile, para que comprueben cómo ella estudia y se esfuerza, invitación que se extiende luego a incorporarse a la clase de baile y bailar canciones pop. Reivindicación, sencilla, como de andar por casa, del baile y de la danza como fuente de placer y de regocijo físico, antes que mental. Un arte corporal, del cuerpo.
La misma reivindicación que hay tras "The show must go on". En este caso se trata de una coreografía dramatizada, pues las letras de las canciones condicionan lo que sucede en escena, en la que 5 bailarines profesionales bailan junto con 16 no profesionales. Entre esos últimos hay un bombero, cuatro actores profesionales, una persona con síndrome de Down y una persona parapléjica. Los hay que llevan sus kilos a cuestas y los que peinan canas.
Para lo que todos juntos han estado un mes ensayando cinco horas diarias. Un trabajo que en palabras de José Carlos Martínez, director de la CND, ha consistido en una improvisación dirigida ya que esta obra tiene una partitura, está escrita, aunque no lo parezca. Aunque haya momentos que la danza y el baile sea la ausencia de cuerpos en escena, mientras los cuerpos (de los espectadores) se mueven, se emocionan o se ríen en las butacas (Por ejemplo, con el juego que hace el discjockey de The Sound of Silence de Simon and Garfunkel).
Que el público tenga la sensación de que se trata de una broma y, también, de una tomadura de pelo es hasta cierto punto muy probable. Sobre todo para ese público común y corriente al que se apela en ambas obras. Obras que van más dirigidas al público avisado, formado e informado pues tienen un discurso sobre la situación. En el momento dancístico en el que estamos. En el que el puro placer de bailar, por bailar, porque uno se siente bien, por acompañar esa música que a uno le habla, se ha convertido en un trabajo refinado, exquisito, hipereducado y entrenado. Donde la espontaneidad y la conexión entre el cuerpo y el espíritu a través de la música, la sencilla y simple música popular, parece haberse perdido. Ya que los bailarines han tenido que profesionalizar hasta la raíz del pelo para poder estar donde están. Una profesionalización que ha llevado tal especialización y complejidad el discruso que ha sacado a las grandes mayorías de los teatros cuando se programa danza y que los vacía aún más cuando llevan el apellido de contemporánea.
Por eso, cada vez que el actor Jorge Merino en "The show must go on" repite el estribillo "Soy yo, la que sigue aquí", de la popular canción de Marta Sánchez, mientras baila en silencio escuchando esta canción a través de sus cascos, hay un mensaje. Una frase que reclama la atención de un público, por los cuerpos, por las personas que, a pesar de todo, siguen ahí. Bailando para disfrute del público, siendo cuerpos que ponen la música en movimiento para divertirle.
Aunque, tal vez, a los espectadores también les gustaría cantarle a estas obras tan contemporáneas y de vanguardia, es un decir porque "Show must go on" tiene 18 años, "Soy yo, el que sigue aquí". El que sigue al otro lado del escenario esperando a que le cuenten algo, que le hagan sentir algo. Antes que situarles en la sociedad del espectáculo, como diría Guy Debord, o de ofrecerles una emoción cualquiera, les produzcan un sentimiento, que viene de sentir, sentir realmente algo en el cuerpo, desde dentro de ese cuerpo.