Terapia playera de estría y michelín
La playa es el lugar donde se constata, de la manera más evidente posible, que todos somos imperfectos (o perfectos, depende de cómo se vea el asunto).
La mayoría de nosotros tememos el momento de ir a la playa, al menos el primer día. Nos desnudamos frente al espejo y nos vemos blancos, flácidos, envejecidos. Un trago al que solo supera el trance de ponerse el bañador del año anterior y descubrir que antes abrochaba mejor, que no nos apretaba en las piernas o que no hacía sobresalir ese orondo repliegue de carne. Y es entonces cuando comenzamos a temblar pensando en el momento en el que apareceremos en la playa a exhibir nuestra descolgada blancura.
La pregunta es qué es exactamente lo que nos avergüenza de ir a la playa. La respuesta puede parecer indiscutible y, sin embargo, no lo es tanto. Es evidente que el primer impulso es decir que no nos gusta nuestro cuerpo, que nos vemos viejos o gordos, o viejos y gordos, y que tememos el momento en el que las miradas de los demás, o la nuestra propia, nos escudriñen para acabar sentenciando que nuestra apariencia desmerece la belleza del mar, de las palmeras y de la arena.
Sin embargo, es este un planteamiento que no por obvio deja de sorprender, pues la playa es precisamente el lugar donde se constata, de la manera más evidente posible, que todos somos imperfectos (o perfectos, depende de cómo se vea el asunto). El día en que entendamos que las fotografías de modelos son un ejercicio creativo más que una representación de la realidad comenzaremos a vivir más felices. Y también disfrutaremos más de la playa.
Basta un somero recorrido por cualquier litoral para descubrir que no hay nadie que encaje en el canon con el que, inconscientemente, todos nos comparamos. Observamos, por ejemplo, una enorme variedad de barrigas, cada una con su identidad y aerodinámica. Las hay masivas y sobresalientes, duras y también fofas y, por supuesto, redondas, como de embarazada. Las hay que parecen no encajar bien en sus cuerpos y las que desafían la gravedad. Las que suben y bajan al compás del caminar de su dueño y las que permanecen inmóviles, como extraplomos en la pared de una montaña. Las imperfecciones (o perfecciones, hay que insistir) no son exclusivas del abdomen, sino que campan por sus respetos afectando a michelines, pechos, muslos y contramuslos y, por descontado, a la piel en sí misma. El que no tiene granos es porque lleva cicatrices y, quien no, va por la vida arrastrando las temidas estrías o la casi inevitable celulitis. Ni siquiera los jóvenes están libres de ello porque casi siempre muestran alguna espinilla, algún vello fuera de lugar o, simplemente, un caminar desgarbado y giboso. Tampoco lo están los niños pues, desgraciadamente, evidencian más veces de las que sería deseable y saludable las consecuencias de tanta gominola y de tanta palmera de chocolate.
En lugar de un momento temido, el primer día de playa debería ser una jornada de reconciliación con nuestro cuerpo. Un día en el que, viendo a nuestros congéneres y observándonos a nosotros mismos, nos deleitáramos con el placer de ser como somos, miembros de la comunidad de la barriga y el michelín, de la estría y el pecho caído. Debería ser un día para anular nuestros complejos bajo la luz del sol, para constatar que lo mismo el banquero que la abogada, y lo mismo la maestra que el médico, todos lucimos igual de mal (o igual de bien) en bañador. Quizá entonces, tras esa liberadora terapia de grupo, disfrutaríamos por fin plenamente de uno de los grandes placeres que nos brinda la playa, que es ir por ahí casi como cuando vinimos al mundo.