Tengo miedo
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Tengo miedo

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El domingo estaré en Madrid, hablando sobre una escritora de la época de la II República, Luisa Carnés, en la Fiesta del PCE. He aceptado esa invitación para distraerme un poco y no estar todo el día pendiente de lo que pasa en Barcelona.

Por supuesto, aunque estuviera en Barcelona no iría a votar. ¿Cómo voy a participar en una votación en la que no hay censo, ni junta electoral, ni posibilidad de recurrir? ¿Cómo voy a legitimar, con mi participación, un proceso que incluye, por ejemplo, el hecho de que nuestros datos anden errando por el ciberespacio, y los manejen, según parece, hackers rusos, pagados por cierto con el dinero de las y los contribuyentes? ¿Cómo voy a dar mi voto a unos gobernantes que no se dignan aclararme qué harán con él? Unos consellers aseguran que si gana el sí (sobre qué porcentaje mínimo del censo, es un detalle que no han concretado) declararán la independencia, otros dicen que no, y también los hay que dicen una cosa u otra según el día. En una palabra: denos usted el cheque en blanco que ya lo rellenaremos nosotros según la inspiración del momento.

Esta falta de concreción y garantías se debe, se quejan ellos, a que el referéndum es ilegal por culpa del Estado y la Constitución españoles. Falso: es ilegal, para empezar, porque no respeta la mayoría cualificada (2/3 del Parlament, o sea 90 escaños, mientras que el bloque independentista solo tiene 72) que requiere el Estatut para cualquier cambio importante. Así se lo hizo notar Jordi Évole al president Puigdemont, el cual respondió con toda naturalidad que él habría preferido, claro, contar con más votos, pero actuó como lo hizo porque fue la única manera que encontró de convocar el referéndum. Traduzco: "-Señor president, ¡ha hecho usted trampa! -Hombre, yo habría preferido no hacerla, pero entiéndame: fue la única manera que encontré de ganar".

No sé cómo hemos podido llegar a este punto, cómo hemos dilapidado el capital de convivencia que teníamos, cómo lo hemos hecho tan mal.

El 1-O para mí será un día triste. Teníamos una sociedad catalana pacífica, próspera, agradable, creativa, con una admirable calidad de vida y calidad humana... y lo estamos tirando todo por la borda. Ahora tenemos, de un lado, una mitad de la población eufórica, convencida de encarnar la democracia y otros valores morales, supuestamente pacífica y festiva pero peligrosamente arrolladora, y exaltada por la promesa de un paraíso que es como una pantalla en blanco: cada uno proyecta en ella sus fantasías,sin importar que sean irrealizables o contradictorias entre sí. Del otro, otra mitad de catalanes, aburridos, exasperados, alarmados, hartos... pero que no salen, no salimos, a la calle, en parte porque sus opiniones políticas son muy diversas (en contraste con la unánime comunión de los primeros), y en parte porque, hablando en plata, tienen miedo. Aunque casi mejor que así sea: que se queden -nos quedemos- en casa, porque si a las multitudes y banderas de los unos respondemos (como ha habido ya algún amago de hacerlo) con multitudes y banderas de los otros, entonces sí que estamos perdidos.

No sé cómo hemos podido llegar a este punto, cómo hemos dilapidado el capital de convivencia que teníamos, cómo lo hemos hecho tan mal. No quiero perder la esperanza de que seamos capaces de tranquilizarnos todos y encauzar la confrontación en forma de negociación y diálogo. Pero hay días en que...

Luisa Carnés, por cierto, sufrió una guerra civil y murió en el exilio.