Tan separados, tan unidos
Terminará el confinamiento y el espíritu de unidad nos durará… por lo menos… veinticuatro o cuarenta y ocho horas.
Nunca hemos estado tan unidos como ahora que estamos separados. No podemos reunirnos, no podemos andar en parejas por la calle. Pero de pronto ese vecino absolutamente distante, con el que llevamos años intentando no coincidir en el ascensor, nos despierta simpatía y nos sale del corazón preguntarle si quiere que le bajemos la basura. No podemos charlar tomando un café, aumenta el uso de todos los entretenimientos solitarios. Pero nos sonreímos en la cola del supermercado y dejamos con gusto que pasen delante desconocidos a los que hubiéramos bufado en febrero. Cada día a las ocho de la tarde tiene lugar en millones de ventanas de toda España un acto espontáneo de afirmación como sociedad mayor que cualquier otro que hubiéramos presenciado en las últimas décadas. Sigmund Freud solía recordar que las ostras elaboran las perlas alrededor de un grano de arena, y nosotros estamos construyendo la cohesión social alrededor de la heroicidad de nuestro personal sanitario.
Porque, estimados conciudadanos que pagáis vuestros impuestos a la misma caja que yo, la unión o la separación que verdaderamente es relevante para las personas no es la física, sino la referida a nuestros objetivos. Un defensa y un delantero rival están separadísimos, aunque tengan las piernas entrelazadas, y un portero está completamente unido al delantero cuando le lanza la pelota a ochenta metros de distancia. Las sociedades humanas, da igual que nos guste o no, solamente se pueden unir si es hacia algo, o lo que es lo mismo, contra algo. Habitualmente, contra enemigos igualmente humanos; ocasionalmente, contra enemigos naturales. El coronavirus es un serio enemigo que nos afecta a todos y al que sólo se puede combatir con armas estatales: ésa es la fórmula matemática de los países unidos. Se llama “dialéctica” y nos ha traído desde las cavernas hasta aquí.
Sin enemigos no hay unidad, -a veces, con enemigos, tampoco, pero ése es otro cantar y bastante desafinado-. Es difícil para un país mantenerse unido si no gana una guerra cada cuatro o cinco generaciones. Nada indica mejor la victoria de una ideología sobre su enemigo que su ruptura en dos bandos que empiezan a luchar entre sí. España -a diferencia de Portugal, Francia, Italia, Reino Unido…- llevaba siglos sin poder celebrar colectivamente más que un campeonato mundial de fútbol, y la retórica bélica de esta epidemia crea el contexto para que cuanto más estricto sea el aislamiento, más motivos tengamos para sabernos pertenecientes a un grupo. Nos separamos para unirnos, dejamos de cuidarnos por amor, algunos incluso enferman para curarnos. Que nadie vea en estas líneas una celebración del coronavirus. Alegrarse o entristecerse por estas consideraciones es como enfadarse con el atardecer: al sol le importa un pimiento. Como Spinoza, no estamos aquí para reír o llorar sino para intentar comprender.
Terminará el confinamiento, saldremos a la calle a abrazarnos con extraños y a compartir la fiesta con todos los vecinos. Sería de justicia organizar algún tipo de recorrido por las calles de la ciudad en el que el personal sanitario recibiera el reconocimiento y el cariño que corresponden a la tarea que habrán realizado. El espíritu de unidad nos durará… por lo menos… veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Volverán los problemas de Felipe VI, Sánchez y todas las demás polémicas que han desaparecido de los medios durante este tiempo. Como ocurre con casi todo, esto tampoco depende de las voluntades individuales, sino de las condiciones materiales objetivas. Sin la unidad que ofrece un enemigo nacional, buscaremos la identidad de subgrupos que sí pueden enfrentarse entre sí. ¿Habremos aprendido algo? Por supuesto que no. Dejaremos de estar unidos gracias a estar separados y pasaremos a estar separados gracias a estar unidos.