También Henry Ford apoyó a Stalin (aunque amaba a Hitler)
Sin esos siglos de intelectuales (filósofos, artistas, científicos, humanistas, rebeldes sociales) no existiría lo mejor de nuestro mundo.
En un panel de la III Conferencia Global 2020 de Nueva York se nos propuso volver sobre el viejo tema de “El rol de los intelectuales hoy”. Para comenzar debo reconocer que nos produce pudor y nos incomoda cada vez que nos presentan con ese título tan elástico y desprestigiado.
Pero me parece mucho más importante analizar este pudor y este desprestigio como resultado de la lógica de los poderes globales dominantes. Quienes tienen el poder político, quienes manejan ejércitos y son dueños de los capitales gestores del mundo son considerados moderados, realistas y pragmáticos. Aquellos que deben conformarse con el uso de las palabras y las ideas, son acusados de peligrosos radicales, aparte de ser bombardeados con múltiples ‘in’: inmaduros, inconvenientes, innecesarios, inútiles, insensatos... Pero cuando veas a los intelectuales radicales agrupados de un lado, mira hacia el otro para saber dónde está el verdadero poder y sus mayordomos, los intelectuales orgánicos.
De todas las acusaciones que se les arroja encima, la más popular es la de considerarse iluminados, destructores, autores o cómplices de regímenes catastróficos. Por una razón para nada misteriosa, los nuevos clérigos, los intelectuales orgánicos, los razonables, no acusan ni a religiosos ni a militares ni a poderosos hombres de negocios de lo mismo. De hecho se acepta, como una virtud, que un religioso se autoproclame iluminado, elegido, o salvado, como se acepta que un general se golpee el pecho lleno de condecoraciones por haber salvado la patria y el honor, como si algo de todo eso fuese algo más que ficción criminal.
No, a pesar de que han sido generales (apoyados por el clero tradicional y en beneficio de los dueños del capital) quienes, por ejemplo en América Latina, han implantado decenas de dictaduras genocidas a lo largo y ancho de la historia. No, a pesar de que son rarísimos los regímenes de intelectuales no orgánicos persiguiendo a militares, a clérigos y a hombres de negocios. La inversa ha sido la constante, la norma.
Sí, el trabajo de los intelectuales no es el de sermonear y menos el de gobernar. Hubo intelectuales mandatarios como fue, por ejemplo, el caso de varios de los llamados Padres Fundadores de Estados Unidos, más allá de sus graves contradicciones e hipocresías raciales y de clase. O el caso de Nicolás Solomón, Pi i Margall y otros que formaron la Primera República en España en 1873, una isla hundida en poco más de un año en un mar de fanáticos conservadores. O el caso del profesor de filosofía José Arevalo, presidente de la primera democracia en Guatemala en 1944, destruida diez años después por un complot de la United Fruit Company, la CIA y el ejército estadounidense que dejaría 200.000 masacrados en cuarenta años de brutales dictaduras (todos militares y, sobre todo, pragmáticos y exitosos hombres de negocios) y cuya cultura de la impunidad continúa hoy, como en otros países.
El ideal del poder es que los intelectuales radicales se dediquen a la poesía de alcoba o al análisis del subjuntivo en García Márquez. De hecho, las agencias secretas han invertido fortunas con este objetivo. Pero la neutralidad de un intelectual en los temas sociales es indiferencia, oportunismo o complicidad. La neutralidad, como la remuneración del intelectual orgánico y la condena al intelectual radical son productos que exuda un sistema dominante. Si un soldado está en desacuerdo con un general, las posibilidades de que articule una crítica completa y exhaustiva son mínimas. Lo mismo para cualquier honesto asalariado, desde el gerente de una gran compañía hasta el empleado más humilde de un supermercado. Una crítica menor a sus superiores puede pasar como el impuesto que la compañía y el jefe superior toleran para ser considerados democráticos y tolerantes. Claro que no existen las compañías democráticas. Cuando la crítica cruza ciertos límites, siempre habrá una buena razón para que ese empleado sea despedido.
Más allá de todas las leyes laborales que existan en cualquier país, un hombre de negocios siempre tendrá el poder de contratar y despedir. Sólo este poder ya es una coacción sobre las críticas, las opiniones y el pensamiento de los subordinados. No por casualidad, este poder de coacción suele estar en manos de aquellos hombres de negocios que sostienen y celebran un determinado sistema (por ejemplo, el sistema capitalista y su variación neoliberal). Si alguien depende de la voluntad o de los deseos de un jefe para sobrevivir, nunca lo criticará de forma radical como puede hacerlo un maldito intelectual.
La opinión pública no sólo es creada de forma deliberada por agencias de publicidad y por los medios dominantes sino que es, además, una consecuencia natural del poder. Los malditos, los inmaduros, los fracasados intelectuales no pueden presionar. La única fuerza de un intelectual son sus ideas, no la manipulación de la necesidad ajena. Los intelectuales no tienen poder de coacción.
Bastaría con poner un ejemplo clásico de la crítica orgánica, de los mayordomos del poder internacional. Los intelectuales que se equivocaron apoyando a Stalin son crucificados cada día, pero pocos logran mencionar alguno de aquellos muchos que, aún resistiendo la brutalidad del histórico fascismo en el hemisferio, se opusieron al mismo régimen. Los orgánicos no se cansan de repetir que el filósofo frances Jean Paul Sartre apoyó a Stalin. Fue un apoyo de palabra, un apoyo en base a sus ideas, que es lo más que puede dar un intelectual. ¿Se equivocó? Yo creo que sí, y feo, aunque es más fácil decirlo ahora que hace sesenta años. Pocos recuerdan, y nadie repite en los grandes medios, que venerados hombres de negocios como Henry Ford apoyaron a Hitler y a Stalin no sólo de palabra sino con recursos económicos, técnicos y logísticos. Hitler y Stalin reconocieron y retribuyeron al talentoso y racista empedernido de Ford.
El poder no dice “los inversores son una calamidad que se creen iluminados”. Por el contrario, los mayordomos vuelven siempre sobre el argumento de que “las alternativas al capitalismo nunca funcionaron”. Algunas funcionaron, pero fueron destruidas o arrinconadas a la miseria.
Ahora, cualquier alternativa que hubiese vencido (militar y económicamente) se habría erigido como el “modelo insustituible”, no sólo moral sino económico. Porque es mucho más fácil ser un exitoso país capitalista que puede acosar al resto del mundo que ser un pobre país capitalista que debe sufrir la gracia del acoso militar y económico de los ganadores. Ni que hablar de opciones diferentes. Como en un torneo medieval, se confunde triunfo con verdad y poder con justicia. Es como si los cristianos se burlasen de Jesús por haber sido un perdedor, torturado, ejecutado y desaparecido por el Imperio de turno como un criminal más. Lo mismo Sócrates, José Artigas, Simón Bolívar y José Martí, entre otros.
Pero los poderes hegemónicos no sólo escriben la historia sino que se presentan como quieren. El mismo sistema que inventó la idea de que nuestro mundo fue creado y es mantenido por los capitalistas y los hombres de negocios, ha despreciado y neutralizado la actividad del intelectual radical mientras secuestraba siglos de inventos y descubrimientos de asalariados, de genios que nada tenían que ver con la obsesión del capital. Sin esos siglos de intelectuales (filósofos, artistas, científicos, humanistas, rebeldes sociales) no existiría lo mejor de nuestro mundo. Seguramente tendríamos alguna forma de Edad Media, más o menos como esa a la que nos dirigimos ahora con fanático orgullo.