'Sueños de un seductor', Woody Allen se ríe de su ficticia masculinidad
Una comedia breve que pasa en un suspiro, pero es que detrás de esa risa, que puede pensarse que viene del chiste fácil o sencillo, hay inteligencia.
Recomponerse la vida (amorosa) tras un divorcio cuasi express e inesperado. Esa es la situación que Woody Allen explota con su característico ingenio en Sueños de un seductor. La divertida comedia romántica que escribió originalmente como obra de teatro antes de que Herbert Ross la convirtiese en la exitosa película Tócala otra vez, Sam. Obra con la que la compañía PasoAzorin Teatro hace reír y pasarlo bien al público que, dentro de las limitaciones actuales de aforo, llena la pequeña sala Lola Membivres del Teatro Lara. Su reacción hace pensar que se está ante un éxito que ha llegado a la cartelera para quedarse por mucho tiempo.
No es ajeno a este éxito el elenco habitual de dicha compañía. Sobre todo, sus tres actrices. Ana Azorín, Inés Kerzán y Ángela Peirat. Profesionales que ya han demostrado su capacidad para la comedia. Con el acierto de incorporar a César Camino. Un verdadero cómico muy dotado para los personajes vulnerables y ridículamente humanos como los que crea Woody Allen. A los que acompañan con la eficacia que se precisa Sergio Otegui y Jordi Millán.
Todos ellos se aplican con más que oficio a la screwball comedy ochentera. Esta vez una comedia romántica en la que Allan (nótese como se parece a Allen, el nombre del autor de la obra), un crítico cinematográfico, es abandonado por su mujer de la noche a la mañana. Una mujer que necesita otras experiencias, más excitantes, más divertidas, que meterse en un cine a ver películas.
Un crítico enganchado a Casablanca que tiene como referente de masculinidad, de lo que debe ser un hombre y su relación con las mujeres, a Humphrey Bogart. Bueno, a sus personajes. Esos personajes que piensan que a una mujer se la trata con una bofetada o con una pistola del calibre 45. Esos que piensan que toda mujer está esperando un hombre que la coja (en el sentido español y en el argentino) y la bese sin más porque ¿qué otra cosa quiere una mujer? Un cine que está lleno de malas mujeres, amenazantes para los hombres. Como dice con guasa el personaje principal, solo hay que ver las películas de Joan Crawford y Bette Davies.
Frente a este modelo masculino de hombre seguro de sí, sobrado (pues se piensa irresistible e inmune al sentimiento amoroso), echado para adelante, de olor a hombre y maltratador que han ofrecido las películas clásicas del cine, Allan, el crítico, se muestra como un torpe. Tratando de emular a todos los malotes, tipos fríos y duros que van a lo que van, a meterla, y siguiendo los consejos más habituales para ligar (en el que mentirle a la chica es el más popular, lo que en español del Siglo de Oro sería burlarla), fracasa estrepitosamente. Simple y llanamente porque es un romántico, y lo que quiere es alguien con quien pasear por el parque y ver películas. Con quien compartir confidencias, ansiedades e inseguridades, quien sabe si hasta psiquiatra y terapia. Alguien con quien tener intimidad.
Fracasos que dan lugar a situaciones cómicas y a frases realmente ingeniosas, con las que el personaje principal se vapulea a sí mismo. Vapulea lo que es, pues él no es ni se corresponde con el modelo que le ofrece ni el cine, ni la sociedad. Un mundo que identifica al género masculino con la agresividad y el emprendimiento que en esta obra están representados por Dick (nombre que coincide con la forma coloquial de decir en inglés polla y también de llamar capullo a un tío). Ese amigo que está siempre haciendo inversiones en negocios ruinosos y enganchado al teléfono.
El mecanismo con el que consigue la risa es muy sencillo y es perfectamente conocido. Creando y haciendo ver al espectador la distancia entre el original, cinematográfico, de ficción, y su intento de copia real. Su imposibilidad de ser en la realidad. La imposibilidad de vivir en la ficción. Porque la ficción, aunque hable de la vida y sirva para reflexionar sobre la vida, es ficción y no realidad. Algo que sabía bien Cervantes y que practico en El Quijote.
Una realidad que se está llenando de imitadores de la ficción y de personas que quieren vivir lo que ven en las películas, sobre todo clásicas, y, ahora, lo que ven en las series televisivas. Que dejan de ser ellos mismos, como el protagonista de esta obra, para copiar actitudes, comportamientos. Pues de tanto repetirse y de mostrarse en las omnipresentes pantallas se convierten en referentes y, ante la incertidumbre de cómo comportarse de nuestro tiempo, se convierten en la manera y la forma de mostrarse. Un mundo ficticio que ha codificado y está codificando las relaciones humanas, al que no es inmune la diversidad que también se está reflejando en esa ficción.
Reflexiones, tal vez, muy sesudas para una comedia que se presenta como ligera. Una comedia breve que pasa en un suspiro, pero es que detrás de esa risa, que puede pensarse que viene del chiste fácil o sencillo, hay inteligencia. Primero la de su autor. Suficientemente contrastada en su obra. Y, segundo, la de esta compañía. Una compañía que trabaja el aspecto lúdico del teatro en su vertiente más clásica. Esa que se hace con un buen texto y unos buenos actores. De las que son capaces de contar una historia con un mínimo de elementos en un espacio (casi) vacío para hacer disfrutar a un público al que siempre agradecen su presencia en las butacas. Pues son conscientes que para que haya teatro se necesitan espectadores, no hay otra.