Sorpréndanos, señor presidente
Después de dieciocho meses de campaña, después de tantos giros sorprendentes, después de numerosos debates —sobre todo, el último, el más detestable de todos—, por fin tenemos presidente. Un ministro desconocido hace tres años, candidato improbable hace un año, ahora elegido con más del 65% de los votos: Emmanuel Macron, 39 años, un hombre con una trayectoria totalmente inédita en la historia de la Quinta República francesa.
El domingo por la noche Macron mostró un rostro a ratos serio y a ratos feliz. Primero, sobrio y discreto en su sede. Pero una hora más tarde, tras su marcha solitaria al estilo Mitterrand con el Himno de la alegría de fondo, en honor a Beethoven y a la UE, se mostró apasionado ante la multitud entusiasmada, con el mágico decorado del Louvre y su pirámide.
Su éxito es claro, con 20 millones de votos emitidos con su nombre, aunque se sepa —él mismo lo reconoció— que el objetivo de los franceses no era tanto respaldar su proyecto como defender la República ante el Frente Nacional (este fue el caso del 50% de los electores que le votaron).
Su proeza es histórica, aunque los votos en blanco y nulos alcanzaran un récord memorable del 12%, es decir, más de 4 millones de papeletas, lo que supone una marca de desconfianza sin precedentes.
Su victoria sobre la candidata del FN es clara, aunque, y pese a su desplome de fin de campaña, ella cuenta con 11 millones de votos.
Marine Le Pen ha pasado cinco años tratando de normalizar su partido. Con un par de ocurrencias arriesgadas, con un giro desconcertante y un debate pasmoso, rasgó el barniz con el que tanto le había costado pintar el partido de papá. Los Le Pen seguirán siendo, sin duda, los Le Pen, entre injurias, insinuaciones, mentiras y un techo de cristal que les vuelve a caer una vez más sobre la cabeza. Y, sin embargo, la extrema derecha sobrevive, con lo malo que eso conlleva para la democracia.
Sus electores son las primeras víctimas; ella los deja en el estado en el que quiso seducirlos: desgraciados, amargados, al margen de la globalización, de la prosperidad y de la cultura. Se ha aprovechado de su cólera y los ha confundido. Le Pen se ha nutrido de su angustia, pero nunca ha tratado de librarlos de ella. No obstante, esa cólera y esa angustia siguen ahí. Creer que con la derrota de Marine Le Pen se podría ignorar esos sentimientos sería una falta contra la razón, pero sobre todo contra la República y sus hijos perdidos. Devolverles la confianza y la esperanza será la tarea más dura de Emmanuel Macron. Y también la más determinante. Ya lo hemos dicho más veces: estas elecciones son las de la última oportunidad. Tras el fracaso de la derecha y el desplome de la izquierda, si también fracasa la tentativa centrista que encarna Macron, se habrá puesto fin al ilusorio frente republicano ya tan atenuado. Dentro de cinco años, será totalmente inútil volver a agitar los fantasmas de la matanza de Oradour, de la Redada del Velódromo de Invierno o de las batidas contra los argelinos.
Combatir al FN, según sabemos, permite una amplia victoria, pero esta es frágil en su base, ya que se produce por defecto. Jean-Luc Mélenchon, cuyo discurso no fue mucho mejor que el de hace 15 días (por cierto, ¿¿qué es eso de "la gente", esa fórmula que tanto le gusta??), ha dado a entender que no concederá ni un sólo día de tregua al nuevo presidente, que por su parte tiene la sensatez de no creer en cualquier firma en blanco.
Entre los electores que votaron a Mélenchon el 23 de abril, la hostilidad hacia Emmanuel Macron es muy fuerte. No todos son tan rencorosos como François Ruffin en su tribuna de Le Monde, tan violenta que daba escalofríos, pero siguen siendo irreconciliables. Preguntémonos sobre el nivel preocupante de odio, como si la orientación social-liberal de Macron fuera más execrable que la tranquila seguridad de un Fillon que quería acabar con las 35 horas laborales. Como si el hecho de haber trabajado en el Banco Rothschild fuera en el inconsciente colectivo un estigma mayor que si hubiera hecho el mismo trabajo por el mismo sueldo en el banco BNP-Paribas.
Emmanuel Macron tendrá que demostrar que puede desbloquear una sociedad bloqueada y animar a un país gruñón. No había más que oír los debates de anoche —muy tradicionales además— en France 2. Los Republicanos, que esperan con gula las legislativas dentro de cinco semanas para entorpecer la marcha victoriosa del presidente, van a fracturarse entre los radicales, como François Baroin, y los más moderados, como Nathalie Kosciusko-Morizet o Christian Estrosi. En cuanto a los socialistas (por cierto, ¿quién escuchó la intervención de Benoît Hamon que emitieron a hurtadillas sólo en TF1?), explotaron en pleno vuelo, corriendo como pollos sin cabeza y sin saber qué campaña (contra o junto a ¡En Marcha!) van a tener que llevar a cabo.
Sí, Emmanuel Macron tiene mucho que hacer para reunir y tranquilizar a los franceses desconfiados que no han pillado demasiado su proyecto. Va a hacer falta mucho optimismo para vencer el velo de pesimismo que siempre acecha a Francia, aunque este domingo fue el orgullo de los que esperaban su sobresalto. Va a hacer falta mucha energía para reunir a la Francia que va bien y la Francia que va mal, cuyas diferencias se hicieron evidentes la noche de la primera vuelta y que veremos a partir de mañana.
A todos los ciudadanos les interesa que Macron lo logre. La aventura resulta excepcional. Hace falta que el hombre, más allá de su epopeya, se muestre a la altura del reto. "¡Sorpréndame!", dijo un día, hace cien años, Serguéi Diáguilev a Jean Cocteau, sacándole de su vida cómoda de joven mimado por los elogios. ¡Sorpréndanos, señor presidente! Usted lo prometió. Ha llegado la hora.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Francia y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano