Soñando caballos
Tiempo ha, tuve un caballo que nunca aspiró al Arco, ni siquiera al de Cuchilleros, al que bauticé Catorce de abril. Ocioso precisar que mis sedas fueron y son rojas, amarillas y moradas. Colores que, sumados al nombre, me costaron que más de uno, y menos de cinco, me retirara la palabra en mi segunda casa, el Hipódromo.
Trotando el tiempo, descubrí que el nombre de un caballo es irrelevante: en la recta, todos se llaman ¡Vamos!
A mí me quedan pocos Arcos (y aún menos flechas), pero, como maliciaba Camilo José Cela, jinete del lenguaje: "Un minuto antes de morir, uno sigue vivo". Así que, un año más, y van... ni me acuerdo, hice la maleta convencido de que un paseo por la Place Vendome y un champagne que escapase de la vulgaridad serían la guarnición idónea para la carrera más lujosa de la temporada.
Por cierto, la última vez que fatigué –con anteojeras- la citada plaza, paradigma de la ostentación y el lujo, vi a un clochard que aceptaba Visa.
Como buen descreído que soy, ando muy atento a los augurios que me asaltan a cada paso. En Barajas, me solidaricé con una mujer eslava, vestida de ella misma una y otra vez como una matrioshka, a la que, en el exhaustivo registro al que nos someten, encontraron una herradura de pony entre sus muchas sayas.
Probablemente no fuera más que un amuleto con el que la anciana combatía su miedo a volar, lo que no impidió que, mientras juraba en cirílico (un alfabeto idóneo para graduarse la vista y para blasfemar), la herradura fuera arrojada al cubo en el que se amontonaba el miedo en forma de botellas indebidas, tijeras inocuas, desodorantes abandonados...
Y allí se perdió, dejando un último destello de plata mientras se hundía en la indiferencia de las normas que ignoran la humanidad.
Yo, que impaciente soñaba con otro Arco, no con aquel vejatorio que pitaba (la cara de la señora era un pimiento morrón), por un momento pensé que allí quedaba el alivio de la buena mujer y la suerte que yo necesitaba para esa jornada.
Y me vino al sombrero otra abuela: la del asturiano David González, cacheada por un carcelero. Pasen, lean, y sufran.
También a mí, en el viaje de vuelta, me revolvieron el baúl. Entre la hilaridad y el descojono, vi como el gabacho de seguridad sopesaba mis prismáticos preñados de recuerdos. Los elevó hasta sus ojos como si fueran un grajo muerto, antes de agitarlos como quien juega a los dados o diluye fármacos, por si escondieran el cuchillo de un gurkha.
-En futuras vidas seré gigoló, para no dar problemas con la herramienta -malicié benevolente.
En el de ida, que, de haber viajado en coche, habría sido también el de vuelta visto en el retrovisor (gracias Arrabal), y tras abrocharme los michelines, hojeé con avidez la revista de Vueling, informal compañía que ya me había premiado con ¡dos horas y media! de retraso a cambio de un vale para un desayuno de plástico, como sus disculpas.
Mientras disfrutaba con el tacto del papel, tan grato y cada vez más extraño, me sobresalté de gusto. Fue como si la revista Ling hubiera sido confeccionada para mí, ¿por qué si no iba a incluir un relato, fantástico, de Antonio Dyaz titulado La yegua bicéfala?
Faltaban apenas unas horas para que me descubriera ante una hembra excepcional: Enable, que hizo el milagro de coronarse por segundo año consecutivo en el Prix de l´Arc du Triomphe, la carrera más prestigiosa del otoño europeo.
En ese relato de altura descubrí, pásmense, que Stuttgart significa nada menos que "jardín de las yeguas". ¿Dónde hay que empadronarse?
Y en otra página, tras frotarme las gafas, leí: "El primer caracol zurdo menorquín". Manda cojones que con tan sólo unos meses del PSOE en la poltrona ya estén mutando los bichos.
Al pisar el aeropuerto parisino comprobé que había una cola más larga para coger un taxi que la que pasados días despidió al jockey Aznavour.
Llegó al fin el mío, y quien coordinaba aquel caos me impidió abordarlo:
-Disculpe, Monsieur, pero los grandes son para grupos o familias de cinco o más miembros.
-¡No me jodas! –Me defendí- ¿también aquí goza de privilegios el Opus?
Ya dejé anotado, el primaveral día de su inauguración, que el arquitecto que perpetró la reforma del nuevo Longchamp merecería estar en busca y captura; un desalmado a quien si encargas un apaño para la Torre Eiffel, te hace un tendedero.
Su genialidad ha consistido en encastrar junto al paddock un trasatlántico de medio pelo, con terrazas y barandillas en las que sólo faltan los jubilados arrojando serpentinas.
Parece ser que el dorado ofensivo de este esperpento -oro viejo de un Midas borracho- fue una imposición de los jeques saudíes.
Así que este año se esperan carreras de récord: hasta los caballos harán lo imposible por alejarse de semejante espanto.
El gran hipódromo parisino ha vendido su alma al petrodólar. Indignados estaban los miles de británicos que habían pagado el triple que antaño por unas entradas periféricas que no permitían ni acceder al paddock.
Yo jamás jugaría a un caballo que previamente no hubiera visto. Sería como follar a oscuras.
Al fin y al cabo, para mí, el paddock -como la biblioteca- es un harén. ¡Qué felicidad poder elegir tu caballo predilecto y poseerlo durante dos minutos y medio!
Los aforismos del divino Cioran duran mucho menos.
Y en "desvaídos junios clásicos" (revuélquense en la hierba de tan extraordinario poema) admiré como la Reina Madre, conservada en ginebra, todo hay que decirlo, y apoyada en muletas de coraje, cruzaba la hollada pista de Epson para escrutar a los caballos en la noria del paddock, círculo de miradas.
Aún más arduo era encontrar en Longchamp un retrete libre. El arquitecto, amén de cegato, andaría estreñido.
Me apenaron los ingleses bolingas, y a más de uno vislumbré aliviándose entre los aligustres. ¿No sabría el iluminado que las emociones, las prisas, las escaleras... aflojan la vejiga?
Yo, sin ir más lejos, en cuatro horas de hipódromo visito al señor Roca no menos de tres veces: dos para mear y una para mirármela.
Hasta el comedido Racing Post ha puesto el pito en el cielo por esta falta de previsión y delicadeza.
Adversidades que no impidieron a los burreros sajones, y tras la ajustada victoria de su idolatrada Enable, cantar hasta la ronquera Dios salve a la Reina.
A mí, republicano convicto, se me hizo un nudo en la garganta escuchando el vehemente frenesí de ese cántico. Claro que allí la reina era Enable.
No sé por qué, me viene a la azotea otro hermoso himno, Asturias, patria querida.
Tiempo ha, asistí a la entrega de no sé qué premio en la patria de Clarín. El pomposo acto oficial contaba con la presencia de un obispo con ramalazo (disculpen el pleonasmo) que, vestido de lagarterana y con limosnera a juego, por si caía algo, entonaba con arrobo aquello de "tengo de subir al árbol, tengo de coger la flor, y dársela a mi morena...".
Y uno más, si me lo permiten: cazando en la sierra de Cazorla, las cuarenta escopetas, al filo del alba y con los rayos del sol apuntándonos, acometieron una Salve tan emotiva y sonora que asustó a los ciervos, Y a mí se me humedecieron las gafas.
En la pista, la veleidosa fortuna premió a los hijos de Larkin con una ajustada gemela británica. Claro que el dividendo fue tan bajo que apenas les daría para unas "pintas" más. Eso en el supuesto de que encontraran alguna barra, aún más escasas que los mingitorios, e igual de desbordadas.
¡Y pensar que hace cincuenta años, por estos bulevares, unos melenudos gritaban "debajo de los adoquines está el bar"!
A pesar de que la coronada venía de una lesión y sólo había disputado en el año una carrerita sobre mullida arena -la antítesis de la verde arpillera de Longchamp- su victoria cotizaba a poco más de dos a uno. Y eso, con docena y media de rivales, obligaba a tener mucha fe para jugarse a Enable la nómina íntegra.
Muchos lo hicieron.
Los apostantes arruinamos nuestra vida buscando dividendos astronómicos y jugando a caballos imposibles, cuando lo sensato sería elegir aquellos que, avalados por su historial, implican poco riesgo.
El perfecto jugador debe transmutarse en un especulador que se aprovecha de lo fácil.
Ése es el método, aunque yo rara vez lo practique.
Y así me va.
Recuerdo el año en que tenía una considerable opción un caballo nipón (que, a la postre, acabaría colocándose) y Longchamp fue literalmente allanado por una horda japonesa; vinieron incluso las bellas durmientes.
Y los hijos del Sol Naciente jugaron de tan desbocada manera que hubiéramos podido apostar a todos los aspirantes y, aun así, habríamos ganado. Tentado estuve de hacerlo, pero me reprimí ¿qué habría pensado Kawabata?
Se propaló que, tras la derrota del jaco de ojos rasgados, varios paisanos de Fukushima se hicieron el hara-kiri con los boletos de ganador.
Noticia que no trascendió porque la organización se preocupó de esparcir los fiambres por los alrededores, tras dejar en sus bolsillos algunos billetes de cincuenta euros para que nadie pensara que se habían arruinado.
Curiosamente, este año, en que ha bajado sensiblemente el número de asistentes, el volumen de juego ha batido récords.
No quiero aburrirles con la frialdad de las cifras, pero las millonadas que se juegan en Francia marean. Basta con decir que el volumen de dinero que mueven los caballos equivale a una cuarta parte de lo que aporta el turismo a nuestro PIB.
Y bueno es recordar que solamente en París y alrededores hay ¡diez! hipódromos, un par de ellos en el Bosque de Bolonia (más bien un trío, porque Saint-Cloud está a un canter del Parque).
Obviamente, los premios para los propietarios están en consonancia, y más en estas pruebas patrocinadas por Dubái. Los jeques, si les peta, alargan su velluda mano, abren un poco más el grifo del petróleo, y... a correr.
A cambio, nos infligen estropicios arquitectónicos o nos flagelan con carreras de caballos árabes, que son al pura sangre inglés lo que un patinete a un Ferrari.
También al meeting del Arco arriba su fanfarria, que las altas jaimas no pueden reprimir. Música monótona como el desierto y más indigesta que una arroba de dátiles.
Y, un año más, un cristo de árabes vestidos a medio camino entre Jesús y Rappel de novia, consiguió convertir el paddock en un campo de espárragos.
Para no desentonar, tocados extravagantes que han volado desde Ascot por encima del Canal; parejas escapadas de una fiesta de Gatsby; vestidos más tramposos que una película de Mankiewicz; muñecos de moda devotos de San Selfi, Narcisos angelicales que se corren al contemplar sus retratos, pero que ignoran que el handicap del tiempo juega contra ellos y que, más pronto que tarde, atraparán con su móvil un rostro de Francis Bacon.
Espigado gentío que sólo sirve para interponerse entre la pista y mis prismáticos cuando los caballos abordan el tramo decisivo.
También, por supuesto, grandes aficionados de todo el orbe. Algunos tan excéntricos como el impagable jockey apócrifo japonés con el que intercambié "sombreros".
Confiemos en que el talismán de su chaquetilla, que parecía estar pespunteada por la madre de Gay Talese ("la literatura no es más que hilvanar retales", pero cosidos con las tripas, añadiría yo) le haya permitido soñar con una cabeza de ventaja.
Cuando la valiente y abnegada Enable, que había enseñado el rabo a sus oponentes desde el inicio de la prueba, comenzó a desfallecer a cien metros del poste, surgió desde el fondo Sea of Class, disparada por un cajón imposible.
Aletargados nuestros corazones por el bálsamo de ver a una Enable cómoda y dominante, dejaron de latir ante el tifón de Sea of Class, a la que le faltaron algo de suerte y unos cuantos metros para hacerse con la victoria.
Y nuestro alborozado corazón arrancó de nuevo.
El último esfuerzo de Enable me dolió como si fueran mis piernas las que sostuvieran el duelo. La sabiduría de Dettori, uno de los más eficaces jockeys que yo haya conocido, prestándole alas y talento, hicieron el milagro.
Mi fascinación por el italiano no es tanta como para perdonarle su desmadrado exhibicionismo. A su ya habitual y aplaudido salto de kamikaze desde la cruz, en el que se juega los tobillos (sugiero que en los grandes premios monte con paracaídas), añadió un maratón desquiciado junto a la tribuna. Un espectador novato, señalándolo, me preguntó por qué corría el de azul. Me encogí de hombros.
-¿Se le habrá perdido algo? –insistió.
-La carrera no, desde luego –apuntillé.
Desde antiguo, en tan magna prueba suelen vencer las yeguas. Cada cual aducirá su razón para explicar este probado hecho; yo lo tengo claro: su coquetería les hace estirarse, ansiosas por verse en el espejo de meta.
Enable ya no lo necesita. Sus dos victorias consecutivas en El Arco han revelado su afinado cuerpo en la fotografía de nuestra retina y en la de la inmortalidad.
Yo no quisiera ser jeque, salvo por lo de la poligamia, como aquel infeliz que no quería ser rico: quería ser Rostchild.
O por ser propietario de Enable.
"In giorni di corse non si mangia", me espetó en San Siro un fideo italiano. Afortunadamente, en Francia no comparten este aserto. Algunos ingenuos pagaron los novecientos (con dos ceros, sí) euros que costaba el menú en el restaurante panorámico.
Cuando se lo ofrecieron a Fernando Savater, éste rehusó con entusiasmo argumentando que por menos de mil euros dudaba que le pudieran servir nada decente.
Henchido de emociones, exhausto, me quedé roque nada más sentarme en la butaca del avión. Y así, encogido y roncando, me sobresaltó la aeromoza de Iberia que sacudió mi hombro mientras musitaba.
-Disculpe, señor, pero tiene que abrocharse el cinturón, que estamos llegando a destino.
-¡Qué pena! Estaba soñando caballos.