Sobre el sueño de que algún día nuestra escuela genere vanguardias
¿Para qué educamos? ¿Qué sentido tiene el colegio? ¿Cuál es el fin último de la educación?
La exposición El juego del arte. Pedagogías, arte y diseño, organizada por la Fundación Juan March, sugiere una interesante pregunta: ¿puede ser la escuela un entorno generador de vanguardias? A finales del siglo XIX surgió un movimiento educativo llamado Escuela Nueva que, por primera vez, reconocía a la infancia su propia identidad, defendiendo el respeto al niño y a sus intereses y promoviendo una pedagogía renovada basada en la actividad. Autores vinculados a este movimiento fueron John Dewey, Célestin Freinet, Johann Heinrich Pestalozzi, María Montessori y muchos otros. La exposición repara en la posibilidad de que creadores vanguardistas pudieran haber recibido la influencia de la Escuela Nueva durante su periodo escolar, llevándola luego a sus respectivas obras. Desde este punto de vista no parece trivial que, tal y como se recoge, en 1900 Alvar Aalto tuviera dos años, Juan Gris trece, Van der Rohe catorce, Picasso diecinueve, Mondrian veintiocho o Kandinski treinta y cuatro.
Resulta un lugar común observar una obra de arte moderno y decir que podría haberla llevado a cabo un niño. Con independencia de que se trata de una creencia errónea, pues incluso las personas no entrenadas diferencian el arte profesional del creado por un niño, la exposición sugiere que artistas hoy consagrados pudieron haber interiorizado y luego profesionalizado la manera de captar el mundo que en su día aprendieron en las aulas de la Escuela Nueva. Lo cual remite necesariamente a la cuestión de si la educación puede convertirse en un caldo de cultivo tan potente que haga emerger vanguardias. Vanguardias que empujen hacia delante las fronteras del arte, o de cualquier otra disciplina. Una pregunta que, obligatoriamente, se transforma en otra, tal vez más acuciante, y es si la escuela de hoy es ese caldo de cultivo. Desgraciadamente, no parece probable. Al menos en nuestro país.
Vivimos en un contexto educativo vapuleado constantemente por la opinión pública, para quien la escuela es la causa de casi todos los problemas, bien por lo que hace o por lo que deja de hacer. Un entorno en el que, diariamente, aparecen en los medios de comunicación políticos y tertulianos de todo tipo que, en la mayoría de los casos sin formación o experiencia en este ámbito, vierten sus poco documentadas opiniones sin que exista réplica alguna por parte del sector educativo. Un contexto en el que la Administración hace perder el norte constantemente a los educadores, generando un entorno de confusión en el que ya no se sabe dónde acaba un objetivo y empieza una competencia o un resultado de aprendizaje, cuál es la diferencia entre un criterio, un indicador y un estándar, o si esa diferencia es verdaderamente relevante.
Un entorno cada vez más burocratizado, donde las normativas cada vez ocupan más espacio, dejando menos oxígeno al verdadero acto educativo. Un contexto donde la innovación, sorprendentemente, se equipara con frecuencia a la adquisición de tecnología o a implantar metodologías basadas en las palabras de moda. Un entorno, finalmente, donde los niños y adolescentes, desafortunadamente bautizados como nativos digitales, cada vez muestran menos capacidad crítica ante el mundo virtual y van perdiendo poco a poco el contacto con la realidad, mientras sus padres, de manera creciente, se enzarzan en exigencias nimias hacia los centros educativos, o bien en eternos y cruentos procesos de separación cuya primera, y a veces única, consecuencia relevante es hacer sufrir a los más pequeños.
La exposición El juego del arte vuelve a poner sobre la mesa una de las preguntas más centrales que podemos hacernos como sociedad: ¿Para qué educamos? ¿Qué sentido tiene el colegio? ¿Cuál es el fin último de la educación? Conforme más nos adentramos en tiempos líquidos e inciertos más se evidencia la necesidad de generar vanguardias: nuevos enfoques sobre la vida y las personas, nuevas maneras de ver el mundo que destilen innovación efectiva. La gran pregunta que aparece entonces es de dónde van a salir las personas que alumbrarán las nuevas vanguardias. La mirada a la escuela se antoja entonces ineludible.
Alguien sabio dijo una vez que ningún mundo merece la pena si los niños no pueden estar a salvo. Quizá convendría añadir que ningún mundo del futuro merecerá la pena si no garantizamos que la escuela es, de verdad, escuela. Un entorno donde aprender, pero, sobre todo, un lugar donde adquirir el poder y la responsabilidad de ofrecer al mundo una mirada verdaderamente nueva. Un espacio donde pueda nacer esa vanguardia que tanto nos fascina y que tanto progreso es capaz de engendrar.