Sin vender nada
"La tauromaquia es pura contradicción".
Lo enganchó el toro, atravesándole la pierna, en la segunda tanda de muletazos para elevarlo a las alturas como un pelele de Goya. La plaza toda contuvo el aliento en esa eternidad en que el hombre se aferraba a los cuernos para no caer ante el burel.
Sucedió en el ecuador de esta Feria de San Isidro.
Contra los peores pronósticos, el matador, rebozado en sangre y arena, rechazó cualquier ayuda y recogió los trastos para concluir la faena.
El público de Las Ventas lo arropó con un capote de aplausos.
Impasible, el diestro se retiró del ruedo andando como si en lugar de salir del teatro de la vida y la muerte dejara atrás el cotidiano vagón del metro. Recorrió el callejón camino de la enfermería y, como quiera que viera interrumpido el paso por el portón de toriles, no le importó desandar todo el perímetro en sentido contrario, sin cojear ni contraer ni un músculo del rostro a causa del dolor.
Desde la barrera, pude observar las gotas de sangre que ya habían teñido los alamares y ahora regaban el suelo. Mi compañero de localidad supo expresar con exactitud lo que sentíamos los pocos testigos privilegiados:
-Más grande que el arte es esa dignidad de saber irse sin vender nada.
Cuántos he visto que aprovechan un puntazo inocuo para implorar a los tendidos aplausos, indulgencia o pena.
Sé que la tauromaquia está herida de muerte, apoyada en tablas y resistiendo los capotazos de un tiempo claramente hostil. Las gradas abarrotadas que siguen mostrando las grandes ferias y el sinsentido de los precios que aún piden, y obtienen, los viejos reventas, no son más que un espejismo. La terca realidad está más cerca de las plazas que suspenden festejos, las ganaderías que cifran su supervivencia en la cría para carne y los subalternos que andan preguntando cómo funciona eso de los VTC. Los argumentos de los animalistas no son ya el aguacero de verano que empapa con saña, aunque unos minutos de sol lograrán que el olvido lo evapore, sino que es una corriente subterránea que va disgregando, pertinaz e insensible, los cimientos sobre los que se sostiene este castillo más y más en el aire: el público.
El campo de batalla de su opinión está perdido.
Tampoco ayuda la apropiación que de la tauromaquia han hecho los más oscurantistas y retrógrados entre nosotros, convirtiendo cada corrida en un mitin de enconada nostalgia
Este año, la cinta tricolor de mi sombrero ha propiciado comentarios nada halagüeños para mis parientes del más allá, cuando, durante los treinta anteriores no había cosechado en el tendido más que algún guiño cómplice o un chasquido de lengua desaprobatorio.
Sin embargo, estoy dispuesto a aceptar los sarpullidos que las chinches levantan en mi piel con tal de poder asistir una vez más a la liturgia.
Porque la tauromaquia es pura contradicción. El mismo día de la corrida en que tuvo lugar el lance que les he narrado, a punto estuve de estrellarme con el coche por esquivar el sinuoso recorrido de una culebra aficionada al turf (ocurrió en las inmediaciones del Hipódromo). Yo, que, ocho horas después, anhelaba contemplar la muerte de seis animales compendio de nobleza y belleza.
Y no, ni me recreo con la muerte, ni disfruto si me empapo en sangre, ni me excito con la tortura, como alguna vez me han gritado los anti-taurinos cuando me acerco a la puerta con mi entrada en la mano. La fiesta de los toros, cuyas legítimas razones no voy a enarbolar aquí porque bien sé que el lector de este medio es persona harto informada y con asentado criterio, no es un acto de barbarie, sino un ritual de enfrentamiento con la única verdad que nuestra vida conoce.
En el laberinto exento del ruedo se dan cita la muerte y la decisión que el hombre pueda tomar frente a ella. No hay recovecos ni escondrijos. El que decide adentrarse en el desierto de albero, acepta el tiempo contado y la imposibilidad del retroceso. Tarde o temprano, el toro, quizás el de esa misma tarde, sabrá encontrar su carne y horadarla con la furia inocente del instinto, para el que vivir es morir y morir es inevitable.
En el ruedo no hay eternidad sino presente insoslayable.
Yo, que alguna vez he fatigado el callejón, esa laguna Estigia que separa el mundo de los vivos del mundo en que la vida se juega a sí misma, he entendido, en él, que los que asistimos como público al rito actuamos no como fieles incultos y esclavizados, sino como observadores conscientes que validan lo que allí sucede con su capacidad de sentirlo y relatarlo en silencio.
Y, más que los triunfadores, aquellos que atesoran la fama, el parné y el aplauso, me interesan los novilleros y los toreros encanecidos, viejas glorias cuyo momento se fue. Los primeros, porque aprenden la verdad que guarda el estoque; los segundos, porque se rebelan contra la lógica y contra su propio cuerpo para atravesar una vez más la raya de los medios que es, en realidad, la frontera absoluta. Nunca sucede por segunda vez lo que sucede dentro de su contorno.
“Creo porque es absurdo”, bramó Tertuliano. Por tan taurino argumento, soy capaz de perdonar a la religión durante unos segundos.
La próximas tardes que vaya a la plaza, me dirigiré a mi asiento con tranquilidad, sin aspavientos ni dudas.
Porque cuando se está frente a la verdad, no hay nada que vender.