Sin nombres no hay justicia: violencia policial y otros racismos en USA
El virus no es racista, al fin y al cabo sólo es un virus, pero el sistema de acceso (o más bien, la falta de acceso) a la salud sí lo es.
I can’t breath. No puedo respirar. Éstas fueron las últimas palabras de George Floyd en Mineápolis, Minnesota. Y antes que de él, fueron las palabras de Eric Gardner, en Nueva York, y las de tantos otros negros muertos a manos de la policía en Estados Unidos, muchos cuyos nombres ni siquiera conocemos. Así que debemos hacer un esfuerzo y recordar también a Breonna Taylor. A Atatiana Jefferson. A Philando Castile. A Tamir Rice. Aunque las circunstancias de sus muertes no son exactamente las mismas, el resultado es siempre igual: Tamir Rice apenas tenía 12 años y estaba en un parque cuando un policía le disparó fatalmente, Philando Castile estaba al volante de su coche cuando una parada rutinaria de tráfico se convirtió en un encuentro mortal, mientras que Breonna Taylor y Atatiana Jefferson estaban en sus respectivas casas cuando murieron disparadas por la policía.
Estos son sólo algunos nombres de una lista dolorosamente interminable de vidas truncadas por la violencia policial durante décadas por toda la geografía del país. Pero estos hechos no surgen de la nada, no son accidentes, no son fruto de un policía que a nivel individual decide actuar de esta manera desproporcionada. Y es por esto que ahora mismo y desde hace más de dos semanas hay tanta gente en las calles de Estados Unidos reclamando justicia, en manifestaciones mayoritariamente pacíficas que se han extendido por todo el país desde Mineápolis.
A nuestra lista del dolor por las vidas perdidas antes de hora tendríamos que añadir a otras muchas personas afroamericanas víctimas de la violencia armada (son el 59% de los muertos por armas de fuego), de las múltiples facetas del racismo, de la desigualdad y la injusticia, sin olvidar a las víctimas de una de las caras más crueles del racismo, los linchamientos, sean modernos como Ahmaud Arbery asesinado este mismo año, o retrotraernos hasta los de la época de las leyes Jim Crow que legalizaban la discriminación racial y recordar el asesinato del adolescente Emmett Till, linchado en Mississippi en 1955 con total impunidad. Y es que el racismo institucional tiene muchas caras y la violencia policial sólo es una de ellas.
Ahora, en época de coronavirus, las desigualdades en el acceso a la salud han quedado más que patentes. Los afroamericanos representan aproximadamente el 13% de la población de Estados Unidos, pero son el 25% de las víctimas del virus aproximadamente, y, junto a los nativos americanos, están muriendo de manera altamente desproporcionada. El virus no es racista, al fin y al cabo sólo es un virus, pero el sistema de acceso (o más bien, la falta de acceso) a la salud sí lo es. Si los afroamericanos hubieran muerto por covid-19 en la misma proporción que los blancos, unas 13.000 personas más aún estarían vivas.
Y esta situación desigual no es nueva, sólo hace falta mirar, por ejemplo, cifras como ésta: las mujeres afroamericanas tienen cuatro veces más probabilidades de morir por complicaciones relacionadas con el embarazo que las mujeres blancas. Estas cifras no han mejorado en más de 20 años. O las de la prevalencia de ciertas enfermedades prevenibles como el asma, la diabetes, las enfermedades cardíacas o la obesidad, que reflejan bien quienes tienen menos acceso a una alimentación adecuada, a la atención médica preventiva, o a un empleo estable y con un sueldo suficiente, entre otros muchos factores que afectan al bienestar global de la población.
La población afroamericana es la principal víctima de esta discriminación, pero todas las minorías raciales sufren las desigualdades de manera desproporcionada. Esto es lo que significa el racismo institucional. La herencia de leyes racistas como las que hacían prácticamente imposible que los negros pudieran votar, las que impidieron a las familias negras acceder a la propiedad de una casa y así poder mejorar su situación económica para la siguiente generación, las que mantuvieron a la población racialmente segregada una vez que se suponía que la segregación ya no era la ley en el país, impidiendo un acceso igualitario a los recursos, se sigue sintiendo en el día a día. Y provocan que aun hoy las escuelas estén menos integradas que hace unas décadas, que siga siendo más difícil lograr un empleo según sea el color de tu piel, que sea más difícil conseguir crédito bancario para un negocio, que ante un mismo delito el sistema judicial te trate con más dureza si no eres blanco y que tengas más probabilidades de acabar en el corredor de la muerte, o, como tristemente hemos podido constatar una vez más con la muerte de George Floyd, que siga siendo más probable que tu vida acabe si tu camino se cruza con el de la policía.
Ante esta situación tan desbordante, ¿qué se puede hacer? Las reformas necesarias son muchas y de gran envergadura: hacen falta cambios estructurales. A nivel individual, lo primero es escuchar y aprender, para entender mejor las raíces del problema y ser conscientes de la necesidad de tomar una postura antirracista para acabar con el racismo en Estados Unidos, pero también en Europa. ¿Por dónde empezar? En Amnistía Internacional estamos aportando nuestro granito de arena luchando para asegurarnos de que la muerte de George Floyd, el hombre cuya muerte ha encendido esta mecha global exigiendo cambios, no queda impune y se hace justicia. ¿Te sumas?