Si quieres vivir
Lo que realmente ha descolocado al respetable de Arnold Schwarzenegger son los vídeos que el actor difunde por la red.
De siempre, Arnold Schwarzenegger ha sido una de las formas que ha tomado la pesadilla para abrumarme y hacerme odiar el cine. Mis hijos, cinco, y sin ser del Opus, no se podían resistir al estreno anual del forzudo austriaco, y no había manera de escabullirse de la misma película rodada cincuenta veces con el título cambiado, pero siempre con la misma solución: exhibición de bíceps, asesinato con frasecita chistosa y hasta el año que viene.
Debo reconocer, sin embargo, que ha sabido reírse de sí mismo en un par de ocasiones (su comedia, infumable, con el genial jockey De Vito y aquella en que interpretaba a un héroe de película fuera de su película, versión con testosterona de La rosa púrpura de El Cairo) y que en alguna de sus incursiones en el cine fantástico ha logrado enhebrar unos cuantos minutos de buena acción, brillante, tensa y con mordiente.
Aunque nunca se lo achacaré a sus dotes interpretativas; su expresividad, me parece, se limita (como el sillín de un triciclo) a dos posiciones: barbilla retraída o adelantada; según la cantidad de quijada que asome, ya puede el público deducir si sufre, piensa o disfruta.
En Terminator, en la que encarnaba a un robot casi sin diálogo, lo bordó. Claro.
Cuenta John Milius que los productores de Conan el bárbaro vetaron al austriaco porque no querían nazis en su película. “¡Yo soy el único nazi que hay en este rodaje!”, respondió el airado y belicista director sujetándose el brazo. Y propuso una alternativa para encarnar al guerrero cimeriano (¿que dónde está cimeria? Pues más allá de Andorra): Dustin Hoffman.
Yo habría pagado por ver ese film.
La desproporción es la misma que entre Ucrania y Rusia.
El bajito había mostrado su músculo interior en Perros de paja, pero seguimos sin saber cómo anda de abdominales.
Aunque siempre ha arrastrado fama de facha y es persona activa dentro del conservadurismo americano, ciertos detalles de la vida de Arnold no encajan con tal imagen, como su boda con una de las últimas Kennedy, tan mirada la familia maldita a la hora de juntarse (salvo secretarias y artistas de cine), o su periodo como gobernador de California, que pasó en una tienda, instalada en el patio trasero de la residencia oficial, en la que se fumaba sus puros para no ahumar los tapices, y que terminó con el estado en bancarrota y la pena de muerte en suspenso, para ahorrar.
Aunque lo que realmente ha descolocado al respetable son los vídeos que el actor difunde por la red, en los que tan pronto nos pide que comamos menos carne para frenar el calentamiento global (cuestión que lo angustia, y con razón), justo, por cierto, en la semana en que en este matadero se descuartizaba a Garzón; o recuerda a los cornúpetas que asaltaron el Capitolio que patriotismo significa ser fiel a la democracia, no a un presidente fallido.
Su legendaria inexpresividad se torna angustiosa cuando recuerda las palizas que recibía de un padre alcoholizado a causa de los remordimientos por haber apoyado al nazismo.
La memoria, esa fuente del dolor (gracias, Cela).
En el último que ha editado, Arnold se dirige a los rusos, sobre todo a los soldados que luchan en Ucrania, para rogarles que salgan de la mentira en la que Putin los ha encerrado, que comprendan que sus bombas caen sobre civiles inocentes y que no hay ningún gobierno nazi al otro lado de la frontera. Y se dirige a Vladimir para gritarle que pare la guerra que él, y solo él, comenzó.
Y yo, al escuchar al mazas, lamento profundamente que su puntería sea asunto de guionistas, su destreza en la lucha mérito del coreógrafo y su fuerza endiablada resultado de una macedonia de efectos especiales.
Porque dan ganas de pagarle el billete a Kiev y decirle que ya sabe lo que tiene que hacer.
Aunque, para mí, tuvo su mejor papel en el momento en que se vacunó contra el coronavirus. Miró a cámara nada más recibir el pinchazo y repitió una de las frases más famosas de las que pronuncia el robot venido del futuro: ven conmigo si quieres vivir.
La mascarilla que tapaba su rostro le ayudó bastante en su interpretación.
Tengo curiosidad por saber que se piensa en la América profunda del tipo que durante años fue el sueño húmedo de los mismos botarates violentos que ahora son una y otra vez insultados en su cerrilismo por él.
Tampoco estaría de más hacer la misma pregunta en ciertos bares de España.
A mí, la masa de carne prieta y acento cerrado cada día me resulta más simpática, aunque todavía no me veo capaz de resistir una de sus películas sin ayuda de un buen whisky o, mejor, de una siesta simultánea.
No creo que mi opinión le importe. Me imagino ese improbable encuentro: yo sujetando mi acojonado sombrero, y él, taladrándome con el ojo rojo mientras me aplasta con su manaza y me espeta:
Tranqui, capullo. No problemo.