Sexo oral
El sexo oral ha sido como un cuento, una historia menor, una conducta que todo el mundo asume que no tiene importancia.
La tradición ha contado con la transmisión oral para mantener las referencias cuando los canales formales no estaban disponibles o no existían, y el machismo ha contado con el sexo oral para mantener su relato de la violencia sexual como algo nimio, y así evitar que se levante la crítica contra ella como sucede con las otras formas de violencia sexual.
El sexo oral ha sido como un cuento, una historia menor, una conducta que todo el mundo asume que no tiene importancia. Ese fue el argumento que utilizó el mismo presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, cuando Mónica Lewinsky lo acusó de haber tenido relaciones sexuales a través de sexo oral; y todo un señor presidente de los Estados Unidos declaró ante la comisión de investigación que eso no eran relaciones sexuales, sino “relaciones físicas inapropiadas”.
Incluso el relato sobre este tipo de hechos hace que sean los propios hombres quienes se sitúen al margen y ocupando una posición pasiva, no como protagonistas de lo ocurrido. Es lo que reflejan cuando relatan a sus amigos que “se han follado a una tía” y cuando cuentan que “una tía me la ha chupado”, transmitiendo un significado diferente y situando la “intención” en la mujer, para que luego, si los denuncian, todo parezca voluntad de ella, no de los hombres, como se utilizó, por ejemplo, en el caso de La manada. Primero se obliga y luego se presenta como decisión libre de la mujer.
Toda esta idea, además, se une a una concepción de la sexualidad de las mujeres basada en la protección de la virginidad, no en su libertad. De hecho, hasta 1989 la regulación de la violencia sexual en el Código Penal se hacía sobre el honor, considerando estas conductas como delitos contra el honor, no contra la libertad sexual. Bajo esa perspectiva, el sexo oral tampoco se entendía como un problema serio desde el punto de vista jurídico al “no hacer temer” por la virginidad.
Ese año cambió la ley para situar la libertad de las mujeres en el centro de dichas conductas, pero de nuevo la mirada androcéntrica introdujo matices que dejaron de lado la libertad que define el consentimiento a la hora de valorar toda violencia sexual, e introdujo la diferencia entre abusos y agresiones sexuales según la forma de vencer el consentimiento, no en el hecho de actuar contra la libertad de quien sufría la violencia.
El problema sigue tan presente que las referencias que plantea la futura Ley de protección integral y para la erradicación de las violencias sexuales van destinadas, entre otras cosas, a corregir esa situación.
Pero aún así, los cambios legislativos no suelen acompañarse de cambios en la mentalidad de la sociedad, y esta circunstancia incluye a quienes investigan los hechos y aplican la ley. Es lo que parece que ha ocurrido ahora en Mallorca al considerar que mantener sexo oral, como si se tratara de una partida más del precio con el que saldar una deuda, forma parte de la libertad de una mujer.
Se plantean dos cuestiones en relación al tema:
- La primera es si el sexo en esas circunstancias puede ser moneda de cambio para solventar situaciones no relacionadas con la sexualidad. Y para ello recurrimos a un ejemplo que puede resultar gráfico. Imagínense que una persona sádica le dice a otra que como parte de una deuda le va a producir cada cierto número de días una serie de cortes en determinadas zonas del cuerpo, y que la persona acepta dadas las circunstancias y la necesidad del dinero. ¿Sería admisible esta situación?, ¿tendría consecuencias penales quien actúan produciendo esas “heridas consentidas”?
- La segunda cuestión es sobre los medios capaces de ejercer la intimidación o coerción, los cuales pueden ser muy diferentes y tienen dos vías de conseguir su objetivo. Una de ellas es obligar a realizar de manera directa una determinada conducta; y la otra actuar de manera indirecta, para que se lleve a cabo la conducta por las consecuencias negativas que se pueden presentar en caso de no realizarla.
En el caso de Mallorca los hechos admitidos por el juzgado reconocen la existencia de la deuda y la petición de su cuñado, que era quien le prestó el dinero, de que la mujer le hiciera sexo oral. Y así ocurrió varias veces hasta que él le pidió mantener relaciones sexuales con penetración vaginal, a lo que ella se negó denunciando toda la situación vivida.
Al margen de otras consideraciones que no vienen al caso, el juzgado y la fiscalía admiten el “consentimiento válido” de la mujer para no ver delito en la conducta sexual exigida por el cuñado, y se cuestiona a la mujer por el tiempo que tardó en denunciar los hechos, utilizando ese retraso como refuerzo de la validez del consentimiento.
Todo ello muestra, una vez más, el peso de los estereotipos en la definición de los hechos a partir de la percepción, no de su verdadero significado.
El análisis de lo ocurrido revela dos argumentos principales para negar el delito por violencia sexual: uno de ellos es el consentimiento y otro el retraso en la denuncia.
Respecto al primero, cuando los hechos forman parte de una conducta delictiva no pueden quedar impunes por el consentimiento obtenido bajo condición y, según relata la víctima, también bajo coacciones y amenazas. Todo surge de un estado de necesidad en la víctima que lleva a pedir el dinero a su cuñado y a aceptar las condiciones que él impone para poder salir de esa situación que vive junto a su hija. No hay libertad plena en esa decisión, puesto que si no fuera por la necesidad y por la exigencia impuesta no la llevaría a cabo. ¿Si un director de una oficina bancaria impone esa misma condición (sexo oral) como parte de un crédito ventajoso que requiere su autorización, también sería aceptable?
Con relación al retraso en la denuncia de nuevo se prejuzga en contra de la víctima achacándole mala intención, en lugar de intentar comprender la situación vivida y las circunstancias de origen para “aceptar” la exigencia del sexo oral como parte de la deuda, y de entender que la repetición de los hechos y la acumulación de la presión y del impacto emocional de todo lo vivido, es lo que facilita el cuestionamiento de lo ocurrido hasta ese momento y la decisión de denunciar, al igual que ocurre tantas veces en la violencia de género dentro de la pareja. Si en lugar de sexo oral le hubiera exigido traficar con droga y lo hubiera estado haciendo unas cuantas veces hasta que se decide a denunciar, ¿también habrían cuestionado el delito de tráfico de estupefacientes por no haber denunciado el primer día?
La ley no se puede aplicar al margen de la realidad, y la realidad viene definida por una cultura machista que ha puesto precio al cuerpo de las mujeres a través de la prostitución, y que al igual que hace la publicidad con los productos que vende, cosifica a las mujeres a diario en todos los ámbitos para que puedan ser “usadas” por los hombres en las circunstancias más diversas, unas veces a cambio de dinero, otras a cambio de violencia, y, a veces, como se deduce en el caso de Mallorca, de los dos.
Y en esta sociedad que cuenta con una ley específica para actuar contra la violencia de género, y con un Código Penal que incluye la agravante de género, no se pueden analizar e interpretar los hechos al margen de las referencias de una cultura machista que requiere de esos elementos legales para hacer prevalecer la justicia. No tener en cuenta esa realidad y no mirar con perspectiva de género no sólo supone actuar con injusticia, sino que implica reforzar la construcción cultural que la crea e integra a las mujeres como un objeto al alcance de los hombres bajo precio, hasta el punto de convivir con la prostitución como otra “decisión libre” de las mujeres.