Ser para poder hacer
Por Chelo Marco Valero, educadora social en Fundación Amigó
Conducir, guiar, sacar fuera de, encaminar, sacar de dentro a fuera, ayudar a que el otro salga de un determinado estado, nutrir física o moralmente al otro... estos son solo algunos de los significados etimológicos de la palabra educar en latín.
¿No es acaso el educador o la educadora quien guía, quien acompaña, quien potencia, quien transmite, quien desprende al otro, quien nutre? Atendamos pues a la voz transformadora del educador y la educadora como motor de cambio y transmisor de valores. Pero, ¿cómo y qué debe ser? ¿Desde qué concepto de la educación parte, de qué métodos se nutre para transformar? O, dicho en otras palabras: ¿cómo ayuda al otro a sacar de dentro a fuera?
Reflexionemos ahora sobre algunos conceptos básicos que versan sobre la experiencia de la educación, especialmente con chicos y chicas en conflicto, o sobre lo que esta debería ser.
Cuando el educador o educadora social acoge, guía y acompaña a otra persona, (entendiendo por otra persona a nuestros chicos y chicas en situación de conflicto), debe partir de la idea de que aquel al que está ayudando no tiene identidad definitiva, que el sujeto es devenir, y está abierto a lo nuevo. De manera que la acción de educar, es movimiento continuo, a pesar de seguir unos pasos preestablecidos o programados cuando hablamos de educar, guiar o acompañar a nuestros chicos y chicas.
Por eso nuestros chicos y chicas siempre están unidos al cambio y a la novedad. No obstante, ¿quiere esto decir que no debemos programar nuestra praxis educativa y plantearnos unos objetivos y unas metas de logro? No, nos referimos a esto, no estamos hablando de improvisación. Debemos prever, imaginar, proyectar, y definir un camino a seguir, pero sin olvidar que las personas con quienes trabajamos son entes vivos, sujetos a un contexto cambiante, a unas emociones variables, que un mismo contexto o situación no afecta a todos de la misma manera y por eso debemos tener en cuenta en nuestra acción transformadora que todo esto influye hasta el punto de tener que cambiar de estrategia, de objetivo, de manera, de método, etc, y esto en definitiva no es otra cosa que educar a la medida.
Pero para que todo lo anteriormente escrito se materialice y se haga realidad, el educador debe “ser” y debe educar desde la voluntad de cuidar, de ensanchar y pluralizar, sin olvidar su misión emancipadora. Especialmente el educador o educadora social debe ser capaz de crear encuentros que atraviesen, de generar experiencias que formen y transformen, tomarse en serio al otro/a, aceptarlo/a. Se trata de un encuentro y una transformación conjunta, es empatía, es experiencia compartida.
En todas las experiencias educativas, sean de la índole que sean, se está transmitiendo algo, ya bien sea un conocimiento, una experiencia, o una habilidad. Esta transmisión de la que hablamos no es otra cosa que la influencia, que es beneficiosa tanto para el que transmite como para el que se empapa de esa transmisión. Y el educador/a debe ser consciente de la influencia que genera en la otra persona. Pero, ¿cómo es la influencia en educación?
La influencia pedagógica supone acción, praxis. Pero esta acción puede ser llevada a cabo de maneras diferentes, es decir en educación se puede obrar mal, o se puede obrar bien, por ello la influencia pedagógica implica también autorreflexión, para llegar a comprender y ser conscientes de qué debemos mejorar o que debemos mantener.
No debemos olvidar que el educador/a a través de esa influencia de la que hablamos, pretende crear la identidad del otro/a y ver como esa identidad que se crea, evoluciona hacia nuevas formas, dando lugar al crecimiento personal, al autoconocimiento y a que el otro/a se decante por unas cosas y no por otras. Es por esto que la tarea del educador/a es llegar a influenciar positivamente, no sin dejar de tener presente que esa persona a la que educa puede evolucionar y crecer hacia nuevas formas que le harán diferente a él o ella.
Educar también implica ofrecer seguridad, un espacio donde nuestros chicos y chicas puedan desarrollarse para poder llegar a ser, y eso es lo que se espera del adulto que educa.
Además de ofrecer seguridad, compartir, transformar, influenciar y acompañar, no debemos olvidar la importancia de dirigir nuestra acción educativa con tacto, o dicho de otro modo, con sensibilidad pedagógica (conceptos que recoge Van Manen en su obra El tacto en la enseñanza).
El educador/a debe ser pues un facilitador/a de momentos, debe ofrecer espacios donde el encuentro con el otro/a propicie la transformación, poniendo límites, pero con amor. Por eso la firmeza y la autoridad deben ir acompañadas de sensibilidad pedagógica, de tacto, de amor y de seguridad. En definitiva, la influencia que el educador/a social ejerce sobre el otro/a, sobre nuestros/a jóvenes, es el resultado de haber actuado con sensibilidad pedagógica, de haber sido un buen guía, y un buen compañero o compañera de viaje.