Sed de 'vendetta' en tiempos de la COVID-19
Estamos sufriendo los efectos de grandes nubarrones políticos que nos conducen de forma ignominiosa a una analepsis histórica...
El 2020 está siendo un año cargado de sobresaltos. A la pandemia se unen fenómenos que resuenan en nuestros oxidados circuitos neuronales a tiempos pretéritos, como por ejemplo cambiar el nombre de algunas calles de nuestras ciudades que glorifican la figura del rey emérito o la destrucción de ciertas esculturas en suelo estadounidense.
Para encontrar situaciones similares tenemos que echar la mirada muy atrás, remontarnos, al menos, hasta el antiguo Egipto. Para esta civilización quien no tenía nombre no podía existir y, por tanto, borrarlo suponía impedirle que disfrutase de la vida en el más allá. Quiero pensar que los gestos que estamos viendo durante estos meses no persiguen esta intencionalidad.
La locución latina damnatio memoriae –la condena a la memoria– se aplicó sin piedad a personajes de primera fila política como la faraona Hatshepsut o Akenatón, el llamado faraón hereje.
Los romanos tampoco se quedaron atrás, para ellos la condena al olvido era uno de los castigos más crueles que podía sufrir una persona. Ellos imaginaban la historia de la humanidad como un enorme libro del que se podrían arrancar, a discreción y siempre que fuera preciso, las hojas más lóbregas o aquellas que tenían los renglones torcidos.
Para ellos este tipo de condena era una herramienta legal –al alcance del Senado– con la que los patricios podían cobrarse su venganza, la famosa vendetta, contra los abusos imperiales.
Así por ejemplo, tras la muerte de Domiciano el Senado romano autorizó que las monedas y las estatuas con su imagen fueran fundidas y que los arcos de todos los registros públicos fuesen derribados.
Este tipo de resarcimiento tampoco faltó entre los seguidores de Cristo. Al papa Esteban VI no le tembló el pulso cuando firmó una ordenanza que exigía que el cadáver del papa Formoso fuese exhumado y sometido a un juicio por los pecados cometidos.
Tras aquel Sínodo del Terror, en el que el cadáver, en avanzado estado de descomposición, fue condenado, se ordenó derogar todas las decisiones que había tomado durante su pontificado.
El que piense que esto forma parte de la negrura que planea sobre el horizonte del pasado está muy equivocado. En pleno siglo veinte el legado de algunos políticos se ha volatilizado de forma muy similar.
Vayamos a casos concretos. Durante el régimen estalinista se prohibió todo tipo de mención a los enemigos del régimen y se postergaron sus nombres de libros y registros históricos. Entre los personajes agraviados figuran, por ejemplo, León Trostsky o Nikolai Yezhov.
La China de Mao también tiene reservado un puesto de honor, ya que durante la llamada Revolución Cultural se derribaron a martillazos muchas estatuas del maestro Confucio y todo aquello que tuviera un halo opresivo y pecaminoso.
En el otro extremo estaría el erostratismo, es decir, el empeño en realizar actos delictivos para tener un momento de gloria y pasar a forma parte de la historia. Este término hace alusión a Eróstrato, un personaje efesio, que en el año 356 a. C. incendió el templo de la diosa Artemisa de Éfeso –una de las maravillas del mundo antiguo– sencillamente para figurar en los libros de la historia.
Tras su detención, las autoridades le ejecutaron y, además, prohibieron que, bajo pena de muerte, su nombre apareciera en cualquier tipo de registro. Desgraciadamente, veinticinco siglos después su nombre sigue siendo recordado y es que, mal que nos pese, Eróstrato no sufrió la damnatio memoriae.
La verdad es que si conseguimos enhebrar un relato con tantos ejemplos de la condena a la memoria es que su efectividad es nula y, muchas veces, el resultado conseguido ha sido el contrario al deseado. En otras palabras, ese no es el camino a seguir.
Retornemos al presente. Parece que, a pesar de los supuestos desmanes cometidos, es difícil entender la historia reciente de nuestro país sin la figura del rey Juan Carlos I, la historia de América sin Cristóbal Colón o la de California sin Fray Junípero Serra. Un nombre que, por cierto, tomaron prestados los conquistadores españoles de un lugar imaginario que aparece en un libro de caballería –Las sergas de Esplandián–, escrito por Garci Rodríguez de Montalvo (1510). ¿Habría que rebautizar, entonces, esta península estadounidense?
Estamos sufriendo los efectos de grandes nubarrones políticos que nos conducen de forma ignominiosa a una analepsis histórica –el flashback, que dicen los ingleses-. Como al bueno de don Quijote, parece que no nos queda otra que yacer lánguidos y abatidos esperando tiempos mejores. Total, como solo es historia…