Ropa de cama
Nadie en sus cabales puede ignorar que la defensa de la protección social ha de ser prioritaria por puro egoísmo.
Cuando tengamos encima el invierno (lo que, digo yo, sucederá algún día), sabremos por la expresión de aquellos con los que nos crucemos quien siente alivio al saber que la fragua sobre la que hemos estado caminando se cierra durante algunos meses y quien recibe las primeras ráfagas de viento frío con el miedo con que se entra en una pesadilla. Estos últimos ya se quitaban de fumar durante los meses invernales para pagar la calefacción antes de que se desatara la locura que nos zarandea . Hoy se echan un cigarrillo si el vecino tiene a bien ofrecer, y aun así deben elegir entre el café del desayuno y la sopa de la cena.
La recomendación que ha lanzado cierto administrador de lo público de combatir el frío con edredones puede sonarles a chiste cruel. Si ya cuesta comer una vez al día, adquirir ropa de cama suficiente para evitar las neumonías, les parecerá imposible. Y para muchos lo será ciertamente.
Sin hacer demagogia, ya se basta el telediario, les confieso que empiezo a intuir escenas dickensianas en hogares en los que, por pura lógica de mercado (si es que tal cosa existe) debieran ser inimaginables.
Y ya que hablamos de mercado, en el que frecuento a diario asistí, ayer, al regateo con que una mujer de mediana edad intentaba obtener una rebaja en el precio del plebeyo bofe (pulmón) que mi casquero de cabecera despacha a un euro con setenta el kilo. Vencida la natural incomodidad que provoca asistir a una escena así, los cuatro o cinco parroquianos que esperábamos nuestro turno nos ofrecimos, fuenteovejuneros, a pagar el paquete de la atribulada señora.
Cuando yo era niño, la indocumentada maestra que nos cayó en suerte durante aquel año, se presentó en la clase (una para todos los desasnables, fuera cual fuese su edad) con gusanos de seda que deberíamos criar.
-Mañana os los reparto. Ya tenéis la morera junto a la fuente, así que bastará con que traigáis vuestra caja de zapatos.
Todos los colegiales nos miramos unos a otros entre la sorpresa y la incredulidad. Y, súbitamente, bajamos la vista hacia los pinreles enrojecidos de sabañones y apenas calzados con precarias albarcas. Esos eran nuestros zapatos. Y los de comunión, que siempre fueron prestados.
Solo en una ocasión disfrutamos en mi casa de lo que para unos era ayuda social y para otros caridad: yo dormí en un colchón de borra prisionera de una tela rayada con su inscripción que pregonaba: Donación del pueblo de los Estados Unidos al pueblo español. Ese fue todo el plan Marshall que llegamos a conocer. Quienes, como en la película de Berlanga, esperaban tractores, cosechadoras, abono químico o un saloon desmontable con coristas, se quedaron compuestos y sin ayuda al desarrollo.
Y hasta ese colchón hubo que pelearlo. Cuando se supo que sería el párroco el encargado de decidir qué vecinos debían recibir el presente y cuáles se bastaban a sí mismos para dormir tumbados, raudos, escondimos los enseres que no resultaran imprescindibles, no fuera el ensotanado inspector a tomarnos por burgueses.
Por cierto, ¿quién mejor que el cura para inspeccionar colchones ajenos?
Y si bien algo de frío nos quitamos, obvio resulta que aquella donación del pueblo de los Estados Unidos no nos sacó de pobres, como no resolverá el problema que nos acucia ahora un edredón de mercadillo o un saco de dormir de saldo.
Y si es cierto que nuestra vida de cabreros en una aldea perdida, y en unos años miserables de por sí, rara vez superaba el nivel de la subsistencia, algún consuelo nos venía de las alturas en forma de bellotas o madroños, o desde el esquilmado suelo, con sus espárragos y collejas, más algún conejo distraído o una liebre saltarina.
Mientras el monte fuera monte, algo comeríamos.
Y si algún urbanita nos hubiera visto cambiar los dos jamones del cerdo que habíamos criado con fraternal cariño por cinco veces su peso en tocino, se habría sorprendido, pero así podíamos engañar a los garbanzos durante todo el año.
Ignoro con qué harán trueque los que trabajan en un despacho ministerial o en la redacción de un periódico, y no tengo la menor idea de qué podrán recolectar quienes viven en el mundo digital.
Ningún responsable puede pasar por alto que la complejidad de nuestro entramado social, que no deja de enredarse día tras día, ha dejado a muchos trabajadores (a pesar de su dominio en el ámbito de su oficio, su bien demostrada profesionalidad y su dedicación e inquietud intelectual) inermes ante los bandazos de las potencias y sus estrategias y la crueldad de algunos privilegiados.
Y nadie en sus cabales puede ignorar que la defensa de la protección social ha de ser prioritaria por puro egoísmo. Cada uno de nosotros arrastraría a demasiados consigo si cayera.
Pobre solución es la que brindan los bancos de alimentos (por fin un banco noble) y las ONGs, que a duras penas consiguen aliviar a unos pocos entre tantos necesitados. Y no por falta de entrega sino por la dimensión del drama, que exige una solución de Estado.
La miseria se limpia con justicia, por más que a algunos les incomode reconocerlo. Y no sería mala política empezar por conseguir precios justos en aquello que resulta imprescindible. Que los que comercian con bienes de primera necesidad nunca dejaron de tener beneficios cuando su mercancía resultaba asequible. Y si ahora les toca reducir sus márgenes, háganlo sin resquemor, que su clientela sabrá agradecérselo cuando las vacas vuelvan a lucir fondonas.
Porque lo que está claro es que el pan de hoy (y el gas, el pollo, los tomates, la luz…), con estos precios, va a ser el hambre de mañana mismo.