Rockefeller y familia
"Di que sí, cuervo, arriba España".
Los más jóvenes, casi todos a mi edad, se apañan con Jeff Bezos, Elon Musk, Mark Zuckenberg y Amancio Ortega, millonarios más acordes con estos tiempos que empezaron líquidos y van para gaseosos (modalidad flatulencia).
Majetes, desaliñados, dados al colegueo, concienciados con causas nobles e indiscutibles (desde la sostenibilidad ambiental a los derechos de los animales), los nuevos depredadores han aprendido la técnica del camuflaje, hasta tal punto que dan ganas de adoptarlos.
Aunque luego, con la primera luna, les crecen colmillos y garras en forma de paraíso fiscal o de justificación de golpes de estado.
Los millones que atesoró Nelson Rockefeller sobre los millones que ya habían rapiñado sus ancestros continúan produciendo dividendos para disfrute del heredero de turno; pero Rockefeller, su nombre (que antaño significó opulencia y piratería), ha caído en el olvido. Su sola mención denota edad provecta y poco interés por el presente, como ocurre con aquellos que celebran el dispendio de un amigo espetándole “estás hecho un Onassis” (es curioso como el chatarrero del tiempo despoja el lenguaje. ¡Cuántas veces me elogiaron con un “este jodío chaval es más rápido que un telegrama”!)
Que un muñeco de ventrílocuo responda al nombre de Rockefeller y aparezca vestido con chaqué y chistera ya resultaba anacrónico hace cuatro décadas.
Hoy se nos hace inimaginable.
Que un muñeco de ventrílocuo llamado Rockefeller, vestido con chaqué y chistera, sea un cuervo malhablado, procaz y especialista en soltar mensajes rancios entre chiste sexista y chiste sexista, resulta, y mira que me duele escribirlo, muy español.
O, cuando menos, muy de esa fantasía que algunos levantan con el nombre de “españolidad” y que no es, ni por asomo, erótica (gracias siempre, Berlanga). Reivindicación de la halitosis (“el hombre macho huele a vino y a tabaco”), del machismo rampante, de la cerrazón de ideas y del desprecio a la sensibilidad, al arte, a las miradas y los acentos distintos.
Di que sí, cuervo, arriba España.
No negaré que el hombre que metía la mano por la parte non sancta del pajarraco tenía mérito en cuanto a la impostación de una voz a puro eructo; también lo demostró en los negocios, produciendo espectáculos televisivos en que las bolas de naftalina sustituían convenientemente a las lentejuelas, organizando viñetas en que las parejas eran reducidas a gracietas de cuñado borracho, o levantando series que fusilaban sin disimulo las páginas de 13 Rue del Percebe de Ibáñez (este sí, un genio intemporal y sobrado de talento).
Aunque tengo que reconocer que algunos episodios (nacionales) de Aquí no hay quien viva se salvaban gracias a un vértigo rayano con el surrealismo que nada tenía que ver con la tónica general de la serie.
Ahora resulta que el ventrílocuo ha sido detenido a bombo y platillo, con la pompa y circunstancia que suele acompañar los tropiezos legales de los famosetes, por un quítame allá un entramado de setecientas empresas que facilitaba la estafa, el blanqueamiento de capital y la evasión fiscal. Estarán de acuerdo conmigo en que desdoblarse en setecientas personas jurídicas es acción de gran merecimiento y lógico pasmo.
Puesto a multiplicarse, me quedo con Pessoa.
Y supongo que el ventrílocuo se bastaría para encarnar a los setecientos telefonistas que informaban a los interesados (por lo que se ve, en recuperar dineros desaparecidos) de que el administrador no se encontraba en aquel momento.
Eso es lo que yo llamo aprovechar una habilidad.
No había dejado de ulular la sirena del coche patrulla y ya había surgido un haz de trabajadores del espectáculo reconociendo que el productor no les había pagado las labores realizadas. Algunos de ellos ya lo habían dicho en voz alta y lugar público hace mucho; pero, por lo que se ve, el incumplimiento de los acuerdos era uno de los recursos cómicos favoritos del investigado.
Yo, que aspiraba a ganar el Premio al Moroso del Año —hasta tengo preparado un discurso pintón para leer en la ceremonia—, he comprendido que ni siquiera voy a llegar a octavos de final. No puedo competir con los dos millones y medio de euros que el susodicho adeuda (presuntamente, no la vayamos a liar) a las arcas públicas, las cuales, gracias al nivel alcanzado, solo guardan eco en su interior.
Al que no envidio en absoluto es al abogado defensor del ventrílocuo, que ha de urdir su estrategia con tres testigos de no mucha fiabilidad: el cuervo ajado (ahora urraca) del que ya hemos hablado; un niño feo, repelente y expeledor de improperios caducos, y un paleto falsario, nada entrañable, especializado en olerse las partes bajas y esparcir guarradas respondidas con risas que, o bien eran forzadas, o negaban la condición del respetable como tal.
Si les soy sincero, no me preocupa mucho la imputación del individuo en turbios asuntos financieros. Total, otro prohombre que pasará de puntillas por el talego sabiendo que le espera el colchón de pasta no encontrada por los investigadores.
Lo que me perturba es que Rockefeller y familia estén clavados en mi memoria con tal detalle; que semejante exhibición de mal gusto forme parte de mi educación sentimental, de la de todos nosotros, hasta el punto de que el “Toma, Moreno” acompañado de cimbreo del badajo ha sido entonado a coro por todo el país (y algunos escoceses, que, ayunos de gayumbo, pueden repicar a gusto), como si no hubieran pasado por nosotros ni los años ni la modernidad.
Lo que me inquieta, de verdad, es estar equivocado y que el humor y España sean propiedad de pajarracos.