Reyes y libros
El hombre es la medida de su biblioteca, decía mi padre cargado de razón.
La ficción en literatura expande la imaginación, la capacidad de ser libre a partir de lo soñado, aunque se habiten cárceles de lo establecido. Con un libro se viaja al corazón del infierno del otro y al paraíso de uno, ese egoísmo que se cultiva como una identidad sin alharacas, la individual, la necesaria que rehúye, de refilón, el aborregamiento. Leer enseña humildad que no modestia, grandeza que no grandilocuencia, a quemar lentamente las horas en vez de gastarlas en la madrugada etílica. Quizás sea la mayor aportación a las humanidades de esta disciplina ingrata, sesuda, absorbente, mal pagada, enaltecida con razón por aquellos que no la practican y por fortuna la disfrutan. Escribir es de las cosas más exigentes y difíciles que existen, y cuando el escritor muere, si ha fracasado en el intento de la gran prosa, la palma con sus miserias, solo y olvidado. Algunos pagamos el peaje flaqueando, reconociendo el absurdo comedido de dedicarnos al oficio de crear mundos en base a la palabra, una sola herramienta frente a las demás artes. Muchos estamos descreídos y seguimos en el rubro incapaces de hacer cosa diferente, e inapetentes ante los cantos de las vacuas sirenas profesionales, que mendigan un plato de sopa en la fatuidad de las efemérides literarias, donde mandan la impostura y la soberbia de creerse culto, sin entender que la cultura o es accesible a todos o no lo es. También resulta cierto que los profesionales del arte somos una élite, nos pese o no, porque los hay encantados de su ombligo, con la aspiración de aparecer en la enciclopedia británica o ser recordado hasta el fin de los días. Cuando empezaba a publicar me lo contaban colegas, y no salía de mi asombro. Ahora, sin embargo, comprendo que la estupidez carece de límites. Hay que ser muy gil para escribir esperando la fama.
Pero hasta a nosotros, que tuvimos gula y bula de improperios, ahora, con la machacona autocensura, se nos prohíbe gritar, salirnos del guion. Y obedecemos la mayoría, con la cabeza gacha, temiendo que no llegue el próximo contrato en los abrevaderos del ordeno. Otros mandamos a tomar por saco a las modas de lo correcto y continuamos, con callo y escuela, tecleando. Es lo que tiene la autocensura, que al anegar la vida licua la literatura, convirtiendo lo que podría ser magnífico en basura intelectual. Desbordan las librerías superventas que no tienen el mínimo talento ni la pulsión que te coge del cuello y te confunde hasta sumergirte siendo ya el personaje de lo leído. Pese a ello regalamos libros encontrados en un descuido, celebrando la literatura en cualquier fecha. El hombre es la medida de su biblioteca, decía mi padre cargado de razón.
Y es que casi nadie lee.
Antes de la pandemia, en el metro de Madrid, por vagón había tres o cuatro personas inmersas en un texto, entre apretones y sudores. Ahora la gente baja la cabeza hasta pegar la vista a la pantalla del móvil, buscando satisfacción en lo inmediato, lo volátil, lo que arregla el ánimo un instante y luego te descubre vacío de pensamiento. En el paraíso del bigdata nos hemos vuelto imbéciles. Somos la sustancia de una ameba de tanto marear las redes sociales, los algoritmos a la persecución, muchos, del ligoteo. Ir a un bar, coquetear, seducir, dejar que los quereres sigan su ritmo y acaso acaben en una alcoba. Ni para eso hay tiempo. Se usa en bucear en una página de citas y dar con la media naranja que al final se agria en la cama. Los móviles sobrevaloran la amistad. Se compite por ganar amigos en Facebook, que no lo son, o por escribir textos en LinkedIn que nadie lee, y que me cuentan de reducir un argumento en Twitter. De tanto marear la perdiz la virtud o vicio de leer se está agotando. Los grupos editoriales tendrían qué hacer algo al respecto. Pero al parecer no encuentran la solución. La tendencia no cambiará, así que nos asomamos por enésima vez a la muerte de la novela. Mientras ocurre, regalen libros en Reyes, montones de libros que satisfacen a los voraces y calman a las bestias.