La megalomanía de un desequilibrado
"Luchar contra un loco, aunque solo sea para que no nos someta a suplicios inmerecidos, es siempre una tarea arriesgada"

El 30 de abril de 2011, se celebró en la Casa Blanca una cena de corresponsales con el entonces presidente Barack Obama como anfitrión y con Donald Trump como uno de los invitados al evento. Poco antes, el magnate, un playboy analfabeto que lucía en televisión, había puesto en duda públicamente que el presidente de EEUU, Barack Obama, hubiera nacido en suelo estadounidense.
Obama se tomó cumplida venganza de aquella maledicencia absurda. Primero, anunció que revelaría la verdad de su nacimiento, y en medio de un sepulcral silencio hizo que se proyectara en la sala la escena del nacimiento de “El Rey León”. Pero no acabó aquí el desquite de Obama: Trump iba a ser humillado ante los presentes sin posibilidad de réplica. Obama le escarneció recordándole su credulidad ante ciertos bulos paranormales: "Desvelado este misterio, al fin podrá centrase en los asuntos que de verdad importan. ¿Falseamos el aterrizaje en la luna? ¿Qué ocurrió realmente en Roswell?" Tras aquella burla, Obama aseguró entre risas que si Trump llegara a la Casa Blanca la cambiaría por completo, e ilustró sus palabras con un montaje de fastuosos colorines, con grandes carteles destellantes y el aspecto hortera y grandilocuente que luce Trump en público y en privado.
Cuentan las crónicas que Trump nunca olvidó ni mucho menos perdonó aquella merecida burla, y se juró a sí mismo que haría lo indecible por llegar a la Casa Blanca y tomar venganza de aquella bochornosa afrenta. No cabe duda de que en su primer mandato, Trump hizo lo que pudo por avanzar en aquella dirección vindicativa, pero lo más cierto es que aquella vejación le volvió un iluminado y engendró en él la idea de crear un aparatoso movimiento, tan teatral como vacío de sustancia, el MAGA, (“Make Amrica Great Again”, “Hagamos a Estados Unidos grande de nuevo”), cuya cabeza visible se caracteriza por una enfermiza seguridad en sí mismo, el desprecio absoluto por la ciencia, la indiferencia ante el estado de derecho, el recurso a las mentiras y a los bulos cuando la realidad no le complace, la propensión a forjar teorías de la conspiración, tanto más perfeccionadas cuanto más irracionales.
El fenómeno del megalómano desquiciado no es nuevo y hay mucha bibliografía referente a los tiranos. En el siglo XVI, cuando América era todavía un vergel recién descubierto, el padre Juan de Mariana desarrollaba la doctrina sobre la legitimidad del tiranicidio en su libro “De rege et regis institutione” publicado en 1599. Mariana calificaba de tiranos a figuras históricas y argumentaba que está justificado que cualquier ciudadano asesine al que tiranice a la sociedad civil, considerando actos de tiranía, entre otros, el establecer impuestos sin el consentimiento del pueblo, o impedir que se reúna un parlamento libremente elegido. Otras muestras típicas del actuar de un tirano son, para Mariana, la construcción de obras públicas faraónicas que, como las pirámides de Egipto, siempre se financian esclavizando y explotando a los súbditos, o la creación de policías secretas para impedir que los ciudadanos se quejen y expresen libremente.”
Mucho más cercano es el parangón con dictadores contemporáneos. La afirmación en el poder de tiranos como Hitler, Musolini, Stalin o Franco ha engendrado monstruos y ha provocado dramas como el Holacausto. “La conocida fascinacion de Hitler por la teosofía, el gnosticismo y la eugenesia no fue un fenómeno aislado -ha escrito estos días el columnista americano Richard K. Sherwin, profesor emérito de Derecho en la New York University-. Durante la década de 1930, la idea del psicoanalista Carl Jung de “autocrecimiento” o “individuación” fue vista por muchos (incluido el propio Jung) como una especie de predestinación especial de la raza aria.
Para Trump, la subida de los aranceles no es una medida de política económica, como lo demuestra el hecho de que no haya ni siquiera buscado un respaldo teórico, académico, a una determinación que, por las idas y venidas que ha experimentado, es claramente arbitraria. Para Trump, esas medidas, que han causado universal zozobra, son una muestra de su poder, un conjunto de herramientas útiles para una transformación política y cultural que él mismo, el personaje más poderoso de la tierra, ha puesto en tensión para “épater” a la opinión pública global, para acreditar su dominio insuperable. Trump, sonrosado de autocomplacencia e ira, se ha esto viendo estos días a sí mismo alterando el orden global de forma radical, haciéndolo sin ayuda de nadie y ante la sorpresa de todos, mediante un acto hercúleo, con concomitancias mitológicas incluso, de su sola voluntad. Algunas voces tímidas le han susurrado al oído que tales medidas brutalistas pueden empeorar la vida de la gente, de los ciudadanos del mundo y también de los norteamericanos, pero eso da lo mismo: esos pequeños detalles importan menos que el espectáculo de “grandeur” en sí, que la demostración de poderío del césar, capaz de provocar conmoción y asombro, demostración en fin de que él posee la soberanía suprema, extendida no solo sobre quiénes lo han elegido sino sobre la humanidad en su conjunto.
Trump, que debe sentirse a menudo en estado de levitación, es en definitiva el dios. Porque, como se pregunta Sherwin, “¿Quién más podría movilizar fuerzas tan transformadoras sino el gran líder, aquel que, como dijo Nietzsche, lleva el caos en su interior para dar a luz a una “estrella danzante?” Un líder salvado por el Olimpo en pleno, que no consintió que la bala de un ser vulgar acabara en la reciente campaña electoral con la vida de aquel prócer excelso.
En este plano de superioridad moral, es claro que la arbitrariedad del césar no es tanto una política cuanto un rito de iniciación colectivo, semejante a los que los dueños de la secta practican con los sectarios hasta conseguir, si hace falta, el suicidio colectivo. Porque, como decían los propagandistas soviéticos mas inflamados, “inducir a amigos y enemigos por igual a repetir falsedades obvias es una prueba fiable de poder”.
Una vez experimentado el sublime trance de la dominación global, Trump, en una decisión prosaica, ha optado por bajar el diapasón durante tres meses y “negociar” con los dóciles corderos que se pliegan a su voluntad. Es difícil razonar con quien ha emprendido el vuelo hasta las esferas celestiales, pero no hay mas remedio que hacerlo. Aunque los negociadores occidentales deberían solicitar opinión a la psiquiatría moderna. Luchar contra un loco, aunque solo sea para que no nos someta a suplicios inmerecidos, es siempre una tarea arriesgada, y todas las precauciones son pocas.