‘Reinar después de morir’, alma individual y cuerpo social
Puede que muchas personas piensen que esto no pasa, que no ocurre... Otra obra más sobre amores imposibles.... Que, al menos en las sociedades occidentales y occidentalizadas, la presión del grupo es menor... ¿De veras?
Reinar después de morir de Vélez de Guevara, que la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) en colaboración con Companhia Teatro de Almada acaba de estrenar en el Teatro de la Comedia, es una obra de la que se quiere hablar nada más salir. Hay algo en este texto, adaptado por José Gabriel López Antuñano, en el montaje pensado por Ignacio García, el director del Festival de Almagro y ejecutado por Pepa Pedroche, y en sus actores que toca a quien lo ve. Una propuesta que aún estando bien uno quiere que hubiera estado mejor. Tal vez por su triste y bella historia de amor, y las cosas que se dicen y cómo se dicen.
Una historia que cuenta como a don Pedro, su padre, el rey Alonso de Portugal, le ha comprometido en segundas nupcias con Blanca de Navarra por intereses puramente estratégicos y sociopolíticos. Pero don Pedro tiene otros planes distintos. Quiere desposar públicamente a Inés de Castro. Dama de compañía de su primera mujer, con la que se casó cuando murió esta y con la que tiene dos hijos. Planes amorosos que topan con los intereses particulares de la política, la sociedad y el poder. Es, por tanto, una de tantas historias en las que el amor resulta una empresa imposible pues todo se interpone entre los dos enamorados. ¿Qué la hace diferente?
Podría decirse que sus bellos versos, que en general suenan de fábula. Un decir que no hay duda que mejorará a medida que se acumulen representaciones y en el que brillan ya Lara Grube, como doña Inés de Castro (papel en el que se alterna con Carmen del Valle), Julián Ortega, como Brito, y Manuela Velasco, como Blanca de Navarra.
También, por el uso de la música. Sutil desde el comienzo cuando se presenta todo el elenco junto, en bloque, casi en penumbra, y a capela. Y el fado sobre defenderse de la muerte que se repite varias veces en la representación y que Rita Barber canta abriendo el camino a la bella saudade que se va apoderando del espectáculo y del público, que poco a poco va dejando de toser, quedando en silencio, manteniendo la respiración.
Y por supuesto, ese impresionante decorado, un gran azulejo portugués combado, como si fuera una superficie para skaters colgada en un espacio negro y vacío. Un lugar en el que, a modo de detalle japonés, se van depositando ¿bandadas de pájaros blancos? o ¿copas de almendros o cerezos en flor? Una escenografía que exige al actor ser antes cuerpo que palabra. Ser energía para subir y bajar, resbalarse, coger carrerilla y salir del escenario por las puertas laterales, que están elevadas. Una energía que contrasta con la delicadeza del texto y de muchos momentos.
Empezar a decir el texto después de una carrera o de haber hecho el esfuerzo por subir la pendiente, coloca a los actores en una situación que no les permite acomodarse o adocenarse en lo que dicen o hacen. Quizá sea esto último lo que permite al público ver esa pasión que llevan por dentro. Ese latido en la sien y en el pecho, mientras se requiebran, se hablan, defienden sus posturas poéticamente, con un lenguaje elaborado, de orfebrería.
Todo lo anterior, no deja de ser otra cosa que técnica. Algo que se aprende con el entrenamiento actoral y repitiendo funciones. No quiere esto decir que sea fácil, sino que con práctica y experiencia se puede adquirir más o menos pronto, en función del talento de cada cual.
Lo interesante es lo que se hace con esa técnica, qué se cuenta. En este caso, algo tan sencillo y tan misterioso como que el amor es una reciprocidad de almas. Cuando se busca amor es esa reciprocidad lo que se busca en la pareja. Dos almas que se corresponden no se sabe muy bien porqué. Algo abstracto y etéreo. Una necesidad individual que no tiene porque coincidir con las necesidades grupales, las de la sociedad. Una sociedad que, en este caso, se traiciona a sí misma, y a los individuos que la forman, con tal de perpetuarse. De la que nadie se salva. Que como un Leviatán subyuga a los individuos, más a los más díscolos. A estos los castiga severamente.
Puede que muchas personas piensen que esto no pasa, que no ocurre. Que todo es simplemente ficción. Otra obra más sobre amores imposibles, lo que permite ponerse exquisito con los textos y las situaciones. Que, al menos en las sociedades occidentales y occidentalizadas, la presión del grupo es menor. Una presión que condiciona cuerpos y mentes, la necesidad de cada persona, de la cualquiera se puede zafar.
¿De veras? ¿No está actuando hoy en día Isabel II, Reina de Inglaterra, frente a la renuncia de los duques de Sussex a la corona inglesa, como el rey Alonso de Portugal? ¿No es su indignación por no haber sido consultada parecida porque piensa que pone en riesgo la institución a la que representa? ¿Un riesgo económico porque faltan a sus obligaciones de estatus y clase? ¿No es el revuelo mediático una sociedad que dice “eso no se hace” por ser vos quien sois?
El amor, pues, como necesidad individual de la reciprocidad de otra alma que la corresponde y la satisface. Es un amor que se enfrenta a la necesidad social de poder, de estatus, incluso, de paz social que reclaman sus inmorales tributos y sacrificios. La belleza de las almas y los espíritus individuales, muertas o amedrentadas a manos del grupo que dice lo que se hace o no se hace o cómo se hace. Una tragedia humana vestida de triste y bello cuento romántico.