Reforma protestante, educación y ética evolucionista
Nadie puede disputar a Alberto Jiménez Fraud la condición de gran reformador de la universidad española, como secretario de la Junta para la Ampliación de Estudios —con que se trató de revertir definitivamente la prohibición de estudiar fuera dictada por Felipe II 350 años antes— y de director de la Residencia de Estudiantes, verdadera cuna de la intelectualidad y la elite cultural más innovadora con que contó España durante el siglo XX, declarada Patrimonio Europeo tras su restauración en 2007.
Aunque la Pragmática de Felipe II pretextaba otras razones para prohibir estudiar fuera, resulta obvio que trataba de atajar el peligro de contagio de la herejía y de la revolución religiosa, que es el fundamento mismo de la quiebra del absolutismo monárquico, ya que sin reforma protestante el sentido de la responsabilidad individual en que se basa todo el constitucionalismo moderno —cuyo punto de partida es la persona, la libertad, la autonomía y los derechos individuales—, no sería lo que hoy es, como señalaba recientemente en El País Fernando Rey Martínez.
Su trabajo me ahorra extenderme en el papel desempeñado por la Reforma en la quiebra del absolutismo político y el totalitarismo doctrinal. Baste para ratificarlo constatar que en el navío con que invadieron Inglaterra los nuevos reyes protestantes Guillermo III de Orange y María II, tras la revolución gloriosa de 1688, viajaba John Locke, padre del gobierno representativo con separación de poderes y quien estableció definitivamente el principio de Tolerancia, que se inscribiría en el Bill of Rights de 1689, matriz de todas las declaraciones de derechos fundamentales de la modernidad.
Aquí deseo ocuparme del impacto del protestantismo sobre la educación y la ética. Al romper la subordinación de la conciencia individual respecto de toda autoridad política o religiosa —haciendo del individuo su propio sacerdote-mediador con el ser supremo—, la Reforma adquirió el compromiso histórico de dotar al creyente de los medios para acceder directamente a la interpretación de las escrituras, estableciendo el imperativo categórico de generalizar la educación para todos. Esa fue la gran diferencia entre la Europa protestante y la Europa católica, ya que en esta última la educación del pueblo se consideró más bien como un factor de disolución del orden social absolutista, mientras se entregaba la educación de las elites a los jesuitas, tras neutralizar el concilio de Trento su aliento revolucionario, como señaló Jiménez Fraud.
El modelo educativo protestante lo había establecido cincuenta años antes Jon Ámos Comenius, obispo y líder protestante de la iglesia de Moravia, tras subir al trono de Bohemia Fernando de Austria en 1618 y expulsar a los pastores protestantes. Para suplir su ausencia Comenio diseñó un sistema universal de enseñanza de la lectura y la escritura —inventando la cartilla y el libro de texto—, con el fin de que todo individuo pudiera acceder directamente a la lectura de la Biblia. En su obra La Reforma de la Escuela fue mucho más allá, fundando la tecnología educativa moderna, que combina la educación de la razón y el espíritu con la de los sentimientos, las emociones (base de la moral), el aprendizaje a través de la práctica y la facultad de comunicación con los demás.
Comenio estableció también la pauta protestante de la sabiduría, basada en la integración de tres fuentes de verdad: la revelación, conocida a través de la Escritura; la naturaleza, conocida inductivamente a través de los sentidos, y la razón, conocida a través de la lógica, que constituye todavía el ideal fundacional de la enseñanza superior norteamericana pluralista y cosmopolita, que anticipa la Ciencia Nueva de Vico, que afirma: «Buscamos un tesoro universal de sabiduría para el interés común y el beneficio de toda la humanidad y es justo que todas las naciones, sectas, edades e ingenios puedan contribuir a formarlo".
Por otra parte, al romper con el dictado exterior y centralizado de los imperativos éticos, la Reforma hizo responsable únicamente al individuo de sus decisiones morales (ayudado en muchas ocasiones por la lectura bíblica colectiva y los comentarios del pastor, elegido por la congregación), de modo que la elaboración de la ética se convierte en una tarea común, no impuesta de manera autoritaria, capaz de evolucionar y adaptarse al tiempo presente.
Como afirmó Max Weber tal cosa permitió establecer pesos y contrapesos entre la ética de los fines y convicciones y la ética de la responsabilidad —como hicieron antes F. C. S. Schiller, C. S. Peirce, John Dewey y los otros grandes pragmatistas norteamericanos, hasta hoy, para quienes el significado de nuestras creencias debe buscarse en sus consecuencias sobre los demás.
No es extraño, pues, que la gran reforma cultural y educativa en la España de finales del XIX y primer tercio del XX la llevaran a cabo los discípulos de Julián Sanz del Río, quien introdujo en España el Krausismo, una doctrina —elaborada por K.C.F. Krause, discípulo de Fichte y Schelling— cuyo idealismo panteísta (el de Spinosa y Giordano Bruno) combinó con la consideración de que el mundo no es otra cosa que el desarrollo de la intuición que el Ser supremo tiene de sí. Según Sanz del Río esta concepción guardaba armonía con el "alma española", por su tendencia ascética, por la identificación entre ciencia, filosofía e imperativo religioso, y por la mezcla de misticismo y racionalismo. Ahí es donde Jiménez Fraud asentó las raíces de la gran reforma cultural de España.
La exposición conmemorativa del V centenario de la Reforma protestante en la Biblioteca de Universidad Complutense plantea con gran acierto el nexo de aquel gran proyecto de renovación con la lucha por la libertad de cultos y creencias, que no se admitió en España hasta fines del siglo XIX, y que dio pie a las grandes reformas educativas, de las que somos deudores.