RBG. La jueza impecable
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El documental RBG(EE.UU., 2018) de las directoras Betsy West y Julie Cohen repasa —casi siempre en orden cronológico— la vida y obra de la jueza del Tribunal Supremo yanqui, Ruth Bader Ginsburg. Opera a través de imágenes y filmaciones de archivo, y testimonios profesionales y personales. Y sobre todo, sobre todo, a través de una serie de los maravillosos por bien fundamentados, inteligentísimos y justos alegatos extraídos de los casos que previamente había llevado al Supremo y de algunas de las sentencias cuando ya formaba parte de él, incluidas las discrepantes (que siempre queda algo). Auténticos hitos de un amplio legado legal, saber jurídico y autoridad.
Fui a pesar de que había leído una crítica bastante insidiosa que venía a decir que lo que te quedaba en la cabeza después de ver el documental era la imagen de la jueza haciendo gimnasia enfundada en un chándal con el lema «Super Diva!». Un tipo de reacción frecuente especialmente entre algunos críticos cuando la película tiene protagonismo y sobre todo, como es el caso, autoría femenina (incluidas música, producción y fotografía). La pregunta es, pues, cómo es que al crítico sólo le quedó en la cabeza ese detalle irrelevante que ocupa pocos segundos al principio y al final del documental. (Imagen bien mirada nada frívola ni gratuita si se tiene en cuenta el portentoso número de flexiones que hace a sus 85 años después de haber pasado por dos cánceres.) El mismo documental la responde.
El film hace énfasis en la gran suerte que tuvo Ginsburg de casarse con un hombre que remó a favor suya aunque no protagonizara una historia paralela a la de aquellas mujeres hundidas detrás de un gran hombre, no. Mujeres que se ocupan de intendencia y criaturas posibilitando que ellos estudien y hagan carrera. Mientras cursaba la carrera de derecho en centros tan exigentes como Cornell y Columbia en un hostil e intimidador mundo masculino, Ginsburg, muy joven, crió a su hija mayor (y haciendo o no de la necesidad virtud, dice que de este cuidado sacaba fuerzas) y del marido enfermo de cáncer; a base, como tantas mujeres saben, de casi no dormir y comer mal. Marido que no por apoyar a su mujer tuvo que renunciar a una carrera propia y llena de éxitos en el ámbito del derecho tributario. Eso sí, fue un hombre que, sin celos ni envidias, la respetó profundamente y la valoró intelectualmente. Un intangible que no tiene precio en un mundo donde todavía hay hombres que están a años luz del marido de la jueza.
Ruth Bader Ginsburg hizo suya una de las frases de la abolicionista, abogada, jueza y feminista norteamericana Sarah Moore Grimké (1792-1873):
Que es (in)justamente lo que la ley hacía. Con lenguaje claro y comprensible abogó por la justicia y la equidad con contundente sutileza y lógica demoledora. Hace auténticas filigranas, parecidas a las de los guantes que viste en las grandes ocasiones o la colección de cuellos que combina con la toga; uniforme pensado para las necesidades masculinas, al que ella y otras juezas del Supremo dieron la vuelta.
Hay un momento de RBG especialmente revelador cuando lleva al Supremo la reivindicación de un amo de casa a ser tratado como una ama de casa y a tener las mismas prestaciones. En este bonito caso de regla de la inversión, el Alto Tribunal no lo dudó y legisló unánimemente a favor del hombre. Ginsburg, sin ni una pizca de prepotencia o condescendencia, explica que se sintió como una maestra de párvulos exponiendo el caso al masculino tribunal: un auditorio de hombres a quienes no podía ni pasar por la cabeza que existiera discriminación dado que no nunca habían sufrido ninguna.
Una estrategia que tiene vínculos con las de Nancy Pelosi, la speaker del Congreso y tercera autoridad del país. (En 2007 se convirtió en la primera speaker y en 2019 ha logrado otra vez el cargo; la primera en repetir en más de medio siglo).
Pelosi hizo recular a Donald Trump en su pretensión megalómana de construir un muro en la frontera con México y le obligó (con la inestimable colaboración del sindicato de azafatas que paralizó el aeropuerto de LaGuardia) a aceptar la misma propuesta que Trump había rechazado anteriormente, a raíz de lo cual, el pasado 21 de diciembre, enfurecido y chantajista, cerró parcialmente la Administración de EE UU y dejó sin nómina a ochocientos mil empleadas y empleados federales y varias agencias paralizadas.
(Sería muy interesante saber por qué nadie recuerda, ni recrimina a Trump, que durante su campaña electoral jurase y perjurase que el muro lo pagaría México. Por qué nadie se lo reprocha ni le pide cuentas.)
En enero, Pelosi afirmó que se trataba de una simple pataleta. Explicó que tiene cinco hijas e hijos y nueve nietos y nietas y reconoce una pataleta al instante. Y actuó en consecuencia.
Anima que Trump se haya estrellado contra este «frágil» muro y no contra el de fornidos militares con el pecho lleno de medallas a quienes sólo se les ocurre la táctica de dimitir cuando ven que no les hace ningún caso.
Contra una política de 78 años (hay, pues, aún esperanza contra el edadismo; es decir, los prejuicios contra las personas mayores) a quien Trump, como a la jueza Ginsburg, no ha podido agarrar por según qué parte de su anatomía.
Pelosi —rica, blanca, católica— es puro establishment, pero es una liberal de pies a cabeza: votó contra la guerra de Irak y fue una de las primeras en apoyar el matrimonio homosexual cuando casi ningún progresista (incluido Barack Obama) lo hacía. No es extraño, pues, que las voces más jóvenes y progresistas de su partido, por ejemplo, Alejandría Ocasio-Cortez, la respeten y la admiren.
En la línea del agradecimiento, respeto y reconocimiento —casi fervor— que suscita la jueza Ginsburg entre la juventud yanqui, especialmente entre las jóvenes. Sólo hay que ver las caras y los ojos de las cadetes de la academia militar de Virginia cuando la contemplan: le deben su derecho a ser admitidas en ella. Sólo hay que ver la autoridad que emana a cada paso, en cada gesto, en cada palabra esta diminuta giganta.
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