Racismo en tiempo de coronavirus
Una cuarta parte de los muertos por coronavirus son afroestadounidenses, cuando tan sólo representan el 13% de la población.
La ignorancia tiende a la simplicidad. Los antropólogos no se cansan de repetir que los primeros homo sapiens llegaron a Europa hace unos cuarenta y cinco mil años y procedían de África, la cuna de la humanidad. En definitiva, y aunque a muchos les pese, somos emigrantes y nuestros antepasados europeos eran, sin excepciones, de color negro.
A pesar de esta evidencia diáfana, los melanocitos han sido fuente de acaloradas discusiones en esa frágil cornisa que divide lo ecuánime de lo ilícito. Echemos brevemente la vista atrás y situémonos en los Juegos Olímpicos de Berlín del año 1936. Allí brilló con luz propia una estrella estadounidense -Jesse Owens- que consiguió cuatro medallas doradas en atletismo.
Cuando el atleta regresó a su país, el por entonces inquilino de la Casa Blanca, Franklin Delano Roosevelt, se negó a recibirlo, consideraba más importante proseguir su campaña electoral arañando el voto sureño, de marcados tintes segregacionistas, que felicitar a un atleta de color.
Retornemos al presente. El coronavirus, como todos los patógenos, no hace distinciones entre el color de la piel ni el origen étnico, sin embargo, la realidad es que está dejando una importante fractura social entre la población negra estadounidense, está golpeando con mayor intensidad a los afrodescendientes, lo cual se traduce en una mayor mortalidad y una tasa más elevada de contagio.
Las estadísticas más fiables señalan que como mínimo una cuarta parte de los muertos son afroestadounidenses, cuando tan sólo representan el 13% de la población. En algunas ciudades como Chicago los datos son todavía más incuestionables, allí los afroamericanos suponen más de la mitad de los contagios, a pesar de que representan menos de la tercera parte de los censados.
Está disparidad no responde a un problema de índole genética, sino a una serie de factores sociales y económicos. La COVID-19 es más letal en personas con patologías crónicas como son la diabetes, la obesidad o la hipertensión arterial, enfermedades con mayor prevalencia entre las comunidades de afroestadounidenses.
A esto hay que añadir que este tejido social tiene un peor acceso a la atención médica, un menor número de seguros relacionados con la salud y desempeña empleos de mayor riesgo –los llamados “esenciales”–.
Todos estos indicadores no son más que el reflejo de las diferencias sociales que persisten a día de hoy en la sociedad norteamericana. Además, habría que sumar problemas de vivienda y educación, lo cual se traduce en una posición económica mucho más desfavorable.
Desgraciadamente, sigue vigente ese viejo aforismo de la comunidad afroamericana que reza: “cuando la América blanca pilla un catarro, la América negra coge una neumonía”.
A las cifras de la pandemia se añaden el impacto desproporcionado de la violencia y el asesinato por parte de la policía -con la legitimización del Estado- en este grupo social.
En tiempos de coronavirus se ha hecho “viral” -una terrible jerigonza del lenguaje- un devastador video de apenas diez minutos, que ha removido las conciencias de media humanidad mientras reposaban las posaderas en sus adocenadas poltronas.
“No puedo respirar, oficial. No puedo respirar”, pronunciaba con voz cada vez más menguante un agonizante George Floyd.
Quizás, sólo quizás, el racismo sea una pandemia dentro de una pandemia y para la que, desgraciadamente, no vamos a disponer de una vacuna, ni ahora ni dentro de un año. Es cierto que el racismo existía antes del coronavirus, pero como sociedad deberíamos reflexionar sobre el trato que reciben aquellos que son diferentes a la mayoría, por el simple hecho de serlo.
Esperemos que nunca más un ser humano se haga viral porque no puede respirar por culpa de sus melanocitos. Tengo un sueño –I have a dream- me gustaría no tener que dar la razón al filósofo alemán Hegel cuando afirma que lo único que se aprende de la Historia, es que no se aprende nada con ella.