Quién te quiere a ti, Ava Gardner
Leer algunas biografías tiene algo de impertinente y malsano. Cada página revela jirones de intimidad que el lector, si se es empático y respetuoso, enseguida interpreta como una intromisión en la privacidad del sujeto diseccionado. Quién soy yo para adentrarme en la vida de alguien que un día fue y ya no puede defenderse. Qué derecho me he arrogado para conocer aquello que no me pertenece. Puede que jamás hablen de nosotros cuando hayamos muerto, que diría Díaz Yanes, aunque el anonimato resulta de una comodidad reconfortante. No es mala idea que viajen con uno lo secretos que le fueron propios.
Hace décadas descubrí que la mejor manera de saber de cine, además de viéndolo o haciéndolo, es leyendo. Libros de cualquier pelaje o condición, lo mismo da, siempre que versen sobre cine y revelen aspectos que puedan ser de utilidad. Ava Gardner. Una diosa con pies de barroes una biografía de cuatrocientas páginas firmada por Lee Server que, en sí misma, no provoca ningún daño al lector, salvo si se proyecta hacia el rostro con decisión y se lanza con cierta velocidad. Es más, es un buen libro, muy bien documentado, con un trabajo de campo exhaustivo y con una ingente cantidad de datos, testimonios e instantáneas intelectuales que disponen, ubican y explican con auténtica hondura. No cabe duda de que Server ha realizado un buen trabajo de campo y que opera el ámbito metodológico con desenvoltura.
Ahora bien, la ideología que vertebra la completa obra resulta, cuando menos, inapropiada. No solo desmenuza una vida tildada como desenfrenada y ambigua, sino que deja a un mito, casi deidad cinematográfica, reducido a mero polvo de estrella. Después de su lectura, no solo no conozco más a Ava Gardner, sino que me invade una irremediable sensación de desconsuelo pensar en ella o en su existencia.
Nadie quiso a Ava Gardner, ni siquiera ella misma. Adorada por el público, venerada por los espectadores durante décadas, en realidad Gardner fue un juguete sexualizado y roto en el que nadie invirtió un ápice de su tiempo. Quienes la conocían supieron sacar provecho de su temperamento, ora vanagloriándose por la suerte de que una diosa se hiciera de carne y hueso, ora alejándose de quien ya no puede ofrecer nada más. Lo único que se hace patente es que Gardner tenía una vida sexual incontrolada y desmedida. Su insaciabilidad le hacía buscar candor en cualquier persona y local a cualquier hora. Insomne y adicta, las noches solo eran continuación de un día con muchas horas, las cuales rellenaba como podía, buscando a cada rato algo de compañía.
Fue descubierta con diecisiete años y, de inmediato, se convirtió en fulgurante actriz de la Metro-Goldwyn-Mayer. Siempre acomplejada por sus raíces pobres (paupérrimas), hizo lo indecible por rodearse de intelectuales que elevasen su nivel cultural y reparasen la autoestima herida que siempre lució bajo la efigie de inconmovible diosa. Solo otro artista como Frank Sinatra, lacerado por sus adicciones y por su pasado infortunado, entendió el talento y el talante de Gardner, compartiendo alcohol, noches en vela y pasión junto a la actriz.
Pero se divorciaron, como Gardner lo había hecho en otras dos ocasiones, y desde entonces Ava, impúdica y salvaje según el autor, vivió el desenfreno de la vida madrileña. Desgarbada y desinhibida, Gardner se paseó por la capital sin ropa interior ni recato, llegando a serle prohibida la entrada en el Ritz por haber orinado en su lobby sin ningún decoro. Tal fue la impresión que causó en el hotel que muchos artistas se vieron obligados a buscar otro lugar de descanso durante sus estancias en Madrid, incluido un desesperado Billy Wilder que imploró una habitación "prometiendo no orinar en el hall".
Aunque no dudo de la veracidad de ninguno de los datos aportados por Lee Server, sí me incomoda el que estos sean revelados tan alevosa y descaradamente. Es más que evidente que Gardner, mal que nos pese, tenía auténticos problemas psicológicos, los cuales no deben ser dirimidos en público tras su muerte, sino en privado durante su vida. No comprendo por qué ha de interesarme que se pasease en negligé o qué carácter informativo tiene la clasificación de los varones de su vida con arreglo a su rendimiento sexual.
El llamamiento a la ética debería ser un imperativo en aquellos que se dedican a expresarse en la esfera pública, sin que esto sea óbice para que puedan hablar de lo que realmente les apetezca. Que existan los libros que deban existir, eso por descontado, pero no veo lógico que revele la falta de pudor de una estrella, precisamente aquel que se sirve de su impudor para vender ejemplares sobre ella.