Que se autocritiquen ellos
En 1552, publicó Bartolomé de Las Casas su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, un texto de combate en el que denunciaba los brutales excesos cometidos por los españoles con los indígenas americanos. El libro suponía la culminación de una actitud crítica que se había originado varias décadas antes, cuando un grupo de frailes aprovechó el prestigio de la Iglesia católica para recordar a los encomenderos de Santo Domingo que el cristianismo que justificaba la empresa colonizadora exigía tratar como iguales a todos los seres humanos. La ofensiva consiguió en última instancia la aprobación de las Leyes Nuevas de Indias, un corpus legislativo que prohibía la esclavización de los indígenas, y que, para evitar los abusos de particulares, los ponía bajo el control directo de la Corona.
Papel mojado, se me dirá. Seguramente, pero sólo en parte. Porque la actitud beligerante de los dominicos logró llamar la atención sobre el hecho crucial de que toda relación de poder acarrea privilegios, pero también responsabilidades. Pocos colonizadores se han mostrado dispuestos a someter a debate público los derechos de los pueblos sometidos a su dominio, como lo hizo España. La controversia que tuvo lugar en Salamanca a principios del XVI evidencia la existencia de una actitud autocrítica en la sociedad de aquella época que aún hoy nos merece respeto. Aunque, como suele suceder en estos casos, dejó a los españoles en una situación vulnerable frente a los ataques de sus enemigos.
La reacción de Las Casas, por visceral que fuera, no implicaba en modo alguno desautorizar la intervención española en América. El dominico sevillano manifestó repetidas veces su convencimiento de que el descubrimiento del Nuevo Mundo había sido providencial para salvar millones de almas. Obviamente, muchos usaron ese factor como una excusa para legitimar sus ambiciones personales, pero otros muchos creyeron encontrarse frente a una tarea misionera de la que ellos eran responsables. El libro de Las Casas expresa la indignación de un católico militante contra aquellos compatriotas suyos que, con su comportamiento inhumano, estaban poniendo en peligro una empresa sagrada.
La Brevísima relación se difundió con rapidez por otros países europeos y, con el cambio de audiencia, el texto adquirió nuevas connotaciones. Como era de prever, en una época en la que las armas españolas intervenían por doquier, provocando odios y resentimientos, el libro de Las Casas ofreció abundante material para el ataque. No sólo por lo que decía, sino por la identidad de su autor. Que quien expresaba aquellas graves acusaciones fuera un español añadía autoridad a lo escrito. El texto, que había surgido como evidencia de la voluntad autocrítica de una sociedad en pleno proceso de expansión colonial, se convirtió ahora en una prueba concluyente de la naturaleza monstruosa de los españoles.
La primera traducción se hizo al holandés, sobre el trasfondo del enfrentamiento de los protestantes de aquellas tierras con la Corona española. Poco después aparecieron sucesivas ediciones en francés, inglés y alemán, países todos desgarrados por interminables conflictos religiosos. Los protestantes usaron la Brevísima relación como un testimonio irrefutable de que los principales valedores de la Iglesia católica eran unos seres diabólicos, monstruosos, carentes de los más elementales sentimientos de humanidad. Theodore de Bry, un flamenco, ilustró el texto con imágenes en las que se observaba a los españoles mutilando, quemando y torturando a los indígenas. Otros descuartizaban niños o mercadeaban con miembros humanos, en un aquelarre bestial de sadismo y antropofagia. Y lo hacían con un gesto amable o sonriente, como si esas bárbaras acciones deleitaran su espíritu desalmado. La ocasional aparición de un misionero blandiendo una cruz indicaba que también ellos habían colaborado en esa empresa diabólica. Lo que, en verdad, no dejaba de ser paradójico. Al convertir el libro en un arma contra la Iglesia católica, se invertía el objetivo original de su autor.
La Brevísima relación sirvió como fundamento para la elaboración de la Leyenda Negra, el mayor ataque que se ha realizado nunca contra la nación española. El propósito de Las Casas resultó así alterado de raíz, ya que el texto implicaba la existencia de un pecado y la necesidad de una reparación, mientras que la interpretación que hacían de él los protestantes convertía a los españoles en unos seres intrínsecamente perversos y diabólicos. Un problema de comportamiento se convirtió en una cuestión de esencia. Pero, ¿acaso las atrocidades descritas por Las Casas son excepcionales y denotan la existencia de una naturaleza aberrante? Si comparamos los grabados de Bry con los que creará Goya en el XIX a propósito de la invasión napoleónica, sorprende la semejanza de las imágenes. Los soldados franceses aparecen mutilando, violando y torturando. Y también ellos con una actitud distante o complaciente, como insensibles frente al dolor ajeno. Con la diferencia de que los soldados franceses no representan aquí el oscurantismo religioso de la Iglesia católica, sino el espíritu progresista de un país moderno.
Lo que resulta específico de la empresa española en América no es que los españoles cometieran abusos y atropellos. Todos los colonizadores lo hacen. Lo que diferencia el caso español es que Las Casas estaba allí para contarlo. Si incurrió en exageraciones es algo que todavía hoy se debate. Sin pretender entrar en la polémica, considero que toda denuncia implica por lo general algún tipo de hipérbole. Pero lo que me interesa aquí no es discutir la fiabilidad del texto, sino analizar sus consecuencias. La autocrítica, por su propio carácter, implica el riesgo de ser usada contra el grupo en el que surge. Ese riesgo es el que intentaron eliminar las autoridades españolas cuando prohibieron la circulación del libro. Al hacerlo, evidenciaron la existencia en el país de dos tendencias incompatibles. La publicación de la Brevísima relación, así como las polémicas que la precedieron, revelan la existencia de una actitud dinámica, abierta, segura de sí misma. Su prohibición deja entrever la presencia de otra corriente, más timorata, empeñada en suprimir toda disidencia. La prevalencia de los postulados de este último grupo eliminó tal vez tensiones, pero acarrearía a la larga consecuencias desastrosas.
Pocas actitudes hay que evidencien con mayor precisión la vitalidad de un grupo que el ejercicio de la autocrítica. Pocas hay asimismo que despierten mayor recelo. Lo habitual es que se entienda como una defensa de los intereses del enemigo, y, por tanto, que se tache a los que la practican de traidores, o, en el mejor de los casos, de tibios. Pero lo único que se consigue de ese modo es eliminar la posibilidad de que se produzca un sano debate interno, favoreciendo el anquilosamiento de ideas y la polarización.
En España, tal vez por la larga influencia que ha ejercido en nosotros la Iglesia católica, está muy generalizado el convencimiento de que pertenecer a un grupo implica aceptar una serie de verdades consideradas incuestionables. Hay una marcada tendencia al dogma, a las consignas impuestas, al establecimiento de líneas rojas que bajo ningún concepto se deben cruzar. Ese comportamiento afecta a las derechas, pero también a las izquierdas, y, tal vez más que a nadie, a los nacionalistas. Los debates se caracterizan por el atrincheramiento en posturas previamente establecidas y por la defensa incondicional de lo mío.
A finales del XVIII, consideraba Kant que lo que distingue al adulto del niño es la negativa a aceptar las verdades por el mero hecho de asociarse con algún tipo de autoridad. Según eso, el panorama intelectual español parecería haberse instalado en un permanente estado de inmadurez. Los cancerberos de las verdades heredadas (sean la que sean) imponen su autoridad en los debates, cargándolos de crispación. Cuando lo que se piensa no se puede decir, para no exponernos al ostracismo y a la exclusión, nos encontramos frente a un tipo de censura que, aunque se ejerza de manera indirecta, no resulta menos nociva que la otra.