¿Qué sabemos hasta hoy sobre la transmisión del SARS-CoV-2?
¿Tienen los niños mayor riesgo de transmisión del virus?
Por Iñaki Comas Espadas, científico titular, Unidad de Genómica de la Tuberculosis, Instituto de Biomedicina de Valencia (IBV - CSIC); Álvaro Chiner Oms, investigador post-doctoral (bioinformático) en la Unidad de Genómica de la Tuberculosis, Instituto de Biomedicina de Valencia (IBV - CSIC); Ana María García Marín, estudiante de doctorado, Instituto de Biomedicina de Valencia (IBV - CSIC); y Fernando González Candelas, catedrático de Genética. Responsable Unidad Mixta de Investigación “Infección y Salud Pública” FISABIO-Universitat de València I2SysBio. CIBER Epidemiología y Salud Publica, Universitat de València:
Si pretendemos prevenir nuevos brotes de COVID-19 debemos estudiar la transmisión del SARS-CoV-2. Conocer las vías de contagio, la capacidad de transmisión en diferentes grupos de población, los lugares relacionados con mayor riesgo de exposición, así como desentrañar como ocurren los eventos de transmisión local, resulta clave. Tanto para comprender cómo se comporta el virus como para desarrollar intervenciones destinadas a controlar su expansión.
A continuación resumimos lo que, a día de hoy, conocemos sobre cómo se transmite el virus, intentado dar respuesta a los principales interrogantes y haciendo hincapié en temas que suscitan especial interés, como la transmisión por personas asintomáticas o en la población infantil.
Al contrario que en otras enfermedades infecciosas, el evento de superdispersión es común y podría estar detrás del éxito inicial del virus. ¿En qué consiste la superdispersión? El término hace referencia a que unos pocos infectados son capaces de infectar a un gran número de personas, mientras que la gran mayoría no transmite el virus. En el caso del coronavirus se estima que un 10% de los infectados contribuye a un 80% de las transmisiones.
Si bien es una palabra con la que cada vez estamos más familiarizados, es importante cuestionarse: ¿quién es el superdispersor, el evento o el individuo? Identificar a un individuo como superdispersor puede llevarnos, prejuiciosamente, a suponer que, o bien actúa deliberadamente, o bien lleva una vida con prácticas de riesgo.
Pero lo cierto es que no disponemos de evidencias sobre características comunes de los potenciales superdispersores, ya que de hecho muchos transmisores son asintomáticos o presintomáticos. Sin embargo sí tenemos evidencias de que el contagio masivo se presenta bajo circunstancias comunes. Nos referimos, sobre todo, a la presencia de personas infectadas en espacios cerrados y en contacto continuo con otras personas. De ahí que resulte más correcto hablar de eventos superdispersores.
Actualmente, dadas las dificultades para detectar todas las personas capaces de transmitir que desarrollaremos más adelante, una estrategia preventiva eficaz es la de evitar situaciones de riesgo con medidas específicas de confinamiento y desescalada.
Por lo general, la transmisión tiene lugar principalmente en espacios cerrados en los que existen contactos próximos y gran cantidad de personas. Cualquier actividad que se asocie con una respiración agitada también puede representar un riesgo para la transmisión el virus. Por ejemplo, en un gimnasio tuvo lugar un brote entre los asistentes a una clase de zumba, pero no entre los de yoga y pilates, a pesar de que compartían espacio.
Revisando una recopilación de los brotes mejor conocidos, podemos observar que la mayoría se dan en lugares interiores de muy diversa índole (desde centros religiosos hasta cruceros y residencias de estudiantes). Lugares en los que suele producirse una alta aglomeración de gente o con un uso compartido de zonas comunes por multitud de personas.
Es importante puntualizar que en esta categoría se mezclan los asintomáticos reales con los presintomáticos, es decir, los que transmiten justo antes de presentar síntomas. En cualquier caso, se estima que representan alrededor de un 20-40% de los infectados, dependiendo del segmento poblacional. Y se ha documentado que sí son transmisores. De hecho, se consideran un factor muy importante en el ‘éxito’ del SARS-CoV-2.
En el caso del SARS, la transmisión del virus se asociaba a unos síntomas concretos. Por eso el diagnóstico precoz permitía aislar los casos antes de que transmitieran a individuos sanos. En esta experiencia previa se basó la respuesta inicial de España y otros muchos países a la COVID-19: identificación “pasiva” de casos. Es decir, esperar a que los individuos infectados presenten unos síntomas concretos y acudan a los servicios sanitarios para hacer diagnostico precoz.
Sin embargo, con COVID-19 esta estrategia no es válida, puesto que existe un periodo presintomático de unos varios días y hay un alto porcentaje de casos asintomáticos. Todos ellos son capaces de transmitir antes de que los detecte el sistema de salud. De ahí la importancia de adoptar una búsqueda activa de casos durante la desescalada. Dicho de otro modo, plantear una estrategia basada en la tríada: test, seguimiento y aislamiento (test, trace, isolate).
Este método consiste en diagnosticar a cualquier persona con algún síntoma mínimo, aislarla, buscar a sus contactos, diagnosticarlos, aislarlos… Y detener así las cadenas de transmisión antes de que el número de casos secundarios sea tan grande que no se puedan trazar. Esto último es lo que ocurrió en la primera oleada de la pandemia.
Sin embargo, esta estrategia sólo es válida mientras el número de contagios sea bajo. Cada caso tiene entre 5 y 10 contactos que estudiar (como mínimo). Esto hace que el número de contactos totales aumente rápidamente a dimensiones incontrolables. Por tanto, la acción individual ciudadana de distanciamiento social y adopción de medidas de protección es esencial para mantener el número de contagios bajos.
En ese sentido, recientemente se ha publicado la primera evidencia robusta sobre la efectividad de la distancia social y las mascarillas.
Relacionado con el punto anterior, surge la duda de cuándo es capaz una persona infectada de transmitir el virus. Un estudio reciente indica que una parte importante de los pacientes infectados que han transmitido el virus (44% de los eventos analizados) lo han hecho durante el periodo presintomático (hasta 2-3 días antes de mostrar los primeros síntomas). De hecho, este estudio muestra que la mayor capacidad infectiva se alcanza justo antes de mostrar los primeros síntomas. En otras palabras, estos individuos son capaces de transmitir el virus antes de que el sistema de salud los haya detectado.
La capacidad de transmisión del SARS-CoV-2 parece la misma en los diferentes segmentos poblacionales, exceptuando los menores de diez años. Las hipótesis más sólidas sugieren que la capacidad de contagio depende de la carga viral, aunque es necesaria mayor evidencia científica. Asumiendo que esto es así, podríamos predecir si existen diferencias en la tasa de transmisión entre los diferentes grupos etarios analizando su carga viral.
En un estudio realizado hace poco en Alemania con cerca de 4000 pacientes de COVID-19, se midió la carga viral de los participantes concluyendo que no existen diferencias significativas en la carga viral en función de la edad. Una limitación del estudio es que se ha realizado sólo con pacientes hospitalizados, excluyendo a los individuos con sintomatología leve o asintomáticos.
Esta es una de las cuestiones más polémicas. Una respuesta afirmativa podría suponer el cierre prolongado de escuelas, con todas las consecuencias sociales de gran calado que ello conlleva, como problemas de conciliación, el retroceso en cuestiones de igualdad y en la enseñanza de los niños… Por tanto, es de capital importancia determinar si la escuela y los niños son vectores de transmisión.
En ciertas enfermedades, como la gripe, los prepúberes son claramente facilitadores de transmisión. Pero cuando hablamos de COVID-19 nos encontramos en un escenario diferente, en el que tenemos evidencias tanto a favor como en contra de este hecho.
El estudio anterior nos mostraba que los niños tienen la misma carga viral que los adultos. Sin embargo, los niños incluidos son aquellos con sintomatología bastante grave, y por tanto pueden no ser una muestra representativa del escenario real. Esta baja prevalencia, por otra parte, podría explicarse gracias a que la expresión de la enzima convertidora de angiotensina II (ACE2) en el epitelio nasal es menor en población infantil, aunque se requiere de una cohorte más extensa para poder afirmarlo.
En estudios de contactos de varios países no se ha encontrado que los niños sean casos índice de brotes. Esto significa que, en los brotes estudiados, no se ha encontrado ningún niño que fuera el inicio de la cadena de contagio. Pero ha de tenerse en cuenta la limitada capacidad del sistema de detectar estos casos, ya que los niños son más asintomáticos que los adultos. Y, si bien es cierto que se han producido algunos brotes en escuelas, resulta muy complicado determinar si el caso índice fue un escolar o un adulto.
Un modelo reciente sugiere que el cierre de las escuelas podría ser una medida efectiva para reducir el pico de incidencia entre un 40-60% y ralentizar así la epidemia. Argumentan que, aunque los niños son menos susceptibles que los adultos, lo compensan porque tienen muchos más contactos y prácticas de riesgo que los hacen estar más expuestos y ser más propensos a transmitir.
Por su parte, un metaanálisis sí identifica a los niños como individuos menos susceptibles a la infección, pero los datos sobre su relación con la transmisión son inconclusos.
En definitiva, aún se precisan investigaciones más robustas que puedan avalar la toma de decisiones en asuntos que implican un alto impacto social como el cierre de las escuelas.
Desde el inicio de la pandemia se han notificado casos de pacientes que obtienen un resultado positivo tras su completa recuperación. Se ha observado como algo común en hasta el 30% de los pacientes. Aunque resulte alarmante que algunos pacientes, días o semanas después de recibir el alta hospitalaria, den positivo en la prueba de PCR, es un dato que debemos manejar con cautela.
Lo que representaban esos casos no estaba claro en los primeros días de la epidemia. ¿Era reinfección? ¿O quizás una infección mal resuelta con un reservorio donde se esconde el virus? ¿O tal vez detección de material genético no infectivo?
Hasta la fecha, la mejor evidencia proviene de Corea del Sur, donde se realizó el seguimiento de 285 de estos pacientes y sus contactos. Tras el estudio epidemiológico y el testado de los contactos, se concluyó que ninguno de los analizados era positivo, indicando así que los pacientes con resultado de PCR positiva persistente no son contagiosos, y el análisis de los restos de virus detectados confirmó que habían perdido su capacidad infectiva.
La epidemiología genómica permite seguir la transmisión y movimiento del virus a cualquier escala estudiando la secuencia de su genoma. En España diferentes grupos están trabajando en epidemiología genómica del virus incluyendo un consorcio, SeqCOVID Spain , de más de 40 hospitales y centros de investigación que pretender llegar a secuenciar entre quince y veinte mil muestras de otros tantos pacientes. Por si sola, la secuencia genómica no tiene suficiente resolución para analizar el detalle de los brotes. Pero cuando la unimos con información epidemiológica se transforma en una herramienta poderosísima.
Valga como ejemplo el estudio llevado a cabo en un hospital de Sudáfrica para resolver un brote nosocomial que implicó a 119 individuos entre pacientes y personal sanitario. Lo verdaderamente importante de este tipo de investigaciones es que son capaces de dotar de información valiosa a las autoridades de Salud Pública, para que puedan adoptar medidas de control de la transmisión del virus.