¿Qué queda de aquel noviembre de 1989?
Aparcamos el coche cerca, y aun alzando la cabeza desde el interior del vehículo fuimos incapaces de ver su final. Al salir, cruzamos la carretera y nos posicionamos enfrente, incrédulos. Pasamos rápidamente de la confusión a la preocupación y de la preocupación a la tristeza absoluta, sin entender cómo en una zona de población tan densa podía haber sido dividida por un paredón tan inmenso y siniestro.
Nueve metros de bloques de hormigón gris forman esta aberración arquitectónica israelí. Sí, estoy hablando de la barrera de Cisjordania, el muro de la vergüenza o, como lo llaman los palestinos, el muro de la segregación racial.
Mientras conducíamos a las ciudades de Belén y Hebrón, alistamos en la carretera los primeros indicios de que nos estábamos acercando a territorio palestino. Acabábamos de disfrutar de un destino turístico de alto nivel y de repente nos encontramos en lugar con una belleza apagada y condenado a la represión más humillante jamás vista por nuestros ojos.
Volví a Alemania, después de una intensa semana de viaje por Israel. Parte del muro de Berlín se conserva a tan solo unos metros de la oficina donde trabajo. Esta vez más que nunca me pongo frente a sus tres metros de cemento y recuerdo a mis padres, hablando del avance que supuso para la historia europea el derribo de aquel tabique que separaba las dos Alemanias.
Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, se han construido más de 1.000 km de muros fronterizos en países como Austria, Eslovenia, Bulgaria, Grecia, Hungría, Macedonia, Eslovenia entre otros. Una de las paredes más fortificadas del planeta se encuentra en el norte de África. Justo al otro lado de la llamada valla de seguridad, personas de diferentes países subsaharianos, pasan días y noches evadiendo a la policía y preparando su salida a la frontera. Estos actos peculiares se llevan a cabo ya que ese pedazo de tierra en el continente africano es en realidad un fragmento de Europa. Me refiero a Melilla, uno de nuestros dos enclaves en Marruecos. España conquistó Melilla a fines del siglo XV e incluso cambiando su dominación en las siguientes décadas, España siempre mantuvo a Melilla. Sus doce kilómetros de barrera con capas de protección fueron revisados y doblados sus refuerzos en 2014, principalmente en respuesta a la afluencia de inmigrantes que intentan ingresar a Europa huyendo de los conflictos en África y el Medio Oriente.
Todo esto no sería posible sin la ayuda de Marruecos, a quien se incentiva gracias a la llamada asociación de "estatus avanzado" con Europa, que brinda ventajas económicas y políticas en el comercio y asuntos políticos. La UE representa más de la mitad del comercio internacional de Marruecos y la UE también proporciona a Marruecos miles de millones de euros en ayuda para la seguridad y el desarrollo, por lo que los marroquíes, en un esfuerzo por mantenerse en buenas relaciones con su vecino del norte, asume el trabajo de proteger la frontera de España de una manera seria y contundente, haciendo así el trabajo sucio a España. La opción de invertir todas estas terribles fuerzas en detener las guerras y la pobreza que alimentan estas migraciones queda totalmente descartada.
De repente mi mundo se derrumba y me pregunto qué quedó de aquel noviembre de 1989. A qué tiene miedo esta Europa de la igualdad, la colaboración y la protección internacional. ¿Ejercerá más poder la extrema derecha este 2019? ¿Seremos capaces de solventar la crisis migratoria que experimentamos desde 2015?
Para mí, una millennial que creció en una pequeña isla del Mediterráneo y que solo ha visto militares en el día de las fuerzas armadas, y por la televisión; ver tropas armadas por las ciudades de Israel y los territorios palestinos no encajaba en mi concepto de normalidad, pero ¿Son normales los horrores que ocurren a diario en Melilla?
Los muros entre culturas perpetúan el temor de cualquiera, idealizando como enemigo a las personas que viven al otro lado de ellos. También perjudica a quienes los construyen, ya que crea una fortaleza en la que nadie quiere vivir o sentirse cerca.
Después de pasar solo una semana en la Tierra Prometida, no voy a juzgar a nadie, pero no voy a negar que lo que vi y sentí no fue precisamente agradable. Esta Europa ha desfallecido, mientras que los tabiques vuelven a alzarse.
¿Qué queda de aquel noviembre de 1989?