Programar la obsolescencia
Se hace evidente que la sociedad actual está toda ella configurada para extinguirse apresuradamente.
Tengo la inmensa suerte de contar con un amigo al que le encanta el cine. No cualquier tipo de cine, por supuesto, sino uno muy concreto, aquel rodado entre los años treinta y los años cincuenta. Ni un año más ni uno menos, solo esas décadas.
Bizarramente, él no se considera un cinéfilo y, cuando discutimos, insiste en que a quienes les gusta verdaderamente el cine aceptan todo de él, sus bondades y sus pecados; los años veinte y los años noventa; sus flagrantes errores y sus virtudes. Sin embargo, él es un apasionado, se siente subyugado por las tramas, por las actrices, por la fotografía y por los guiones. En sus labios se destila auténtica pasión y, quienes le conocemos, sabemos que se ha encomendado al cine por completo, a ese que le engatusa y que le transporta a una época en la que la industria le dedicaba constante mimo y dedicación.
En el extremo opuesto, existe hoy en día una tendencia incomprensible de programar en televisión un cine actual de moderada o escasa calidad. Películas que se ruedan a granel y se ofertan en packs de decenas. Cintas que se consumen, apenas se disfrutan y se olvidan con el mismo apresuramiento con que cualquiera se afana por llegar a la parada del autobús.
No me refiero a las tv movies, las cuales he investigado con denuedo durante los últimos años, y que sin duda darían lugar a un artículo aparte, sino a películas de estudios consagrados que se generan pensando en un beneficio a prueba de incertidumbre. Acción extenuante, efectos especiales, tramas endebles y actores jóvenes, muy jóvenes. Todo esto unido a una amplísima campaña de márketing constituye un cócktail Molotov que genera una enorme onda expansiva, pero que se desvanece tan pronto como emergen los títulos de crédito.
Esta semana, en la que la Comisión Europea ha exigido que la vida útil de los electrodomésticos se prolongue, se hace evidente que la sociedad actual está toda ella configurada para extinguirse apresuradamente. La obsolescencia programada no afecta únicamente a nuestros electrodomésticos, sino a la práctica totalidad de nuestras manifestaciones sociales, artísticas y vitales. La obsesión por la imagen por encima de la experiencia; de las redes sociales en lugar del contacto real, por no hablar de la fotografía instantánea que asfixia la contemplación pausada, nos han llevado a un estado de histeria colectiva, de presentismo y de muerte súbita que nos empuja a olvidar el pasado y a soslayar el futuro.
Esto en el caso del cine es palmario. El miedo al abandono de las salas ha empujado a una producción en muchos casos miope, que prescinde del riesgo para adentrarse en el éxito asegurado. Pocos directores (y muchos menos productores) afrontan los terrenos pantanosos repletos de creatividad y penumbra, en los que el juicio del público no esté categóricamente a favor o en contra. Pocos contravienen las normas, se aventuran con una cinta temeraria u osan hacer algo diferente. Ni qué decir tiene que las televisiones filtran todo aquello que pueda generar conflicto, programando unas películas cuya obsolescencia está asegurada. Ni siquiera se recuerda el nombre de esas cintas ni el porqué de su emisión. Se dice que es lo que el público elige, pero pocas veces es la audiencia la que manda en la programación.
Hace escasos días, una película como Con faldas y a lo loco, emitida por La 2 de Televisión Española, alcanzó un share nada desdeñable (4,1%, 631.000), así como el favor de un público ávido por redescubrir a Marilyn Monroe, a Jack Lemmon y a Tony Curtis. Sesenta años después se sigue valorando una obra de factura impecable, bien escrita, bien dirigida y bien interpretada, cuyo argumento y humor resultan de una actualidad pasmosa.
Me atrevo a decir que, en los próximos sesenta años, generaciones de espectadores seguirán descubriendo y amando el cine de Billy Wilder, mientras que centenares de películas actuales y perfectamente prescindibles coparán el rincón de objetos perdidos sin que nadie los reclame.
La clave está, sin ninguna duda, en el riesgo y en el inconformismo. Si en 1959 Wilder propuso una historia de dos hombres que huyen de la mafia travestidos, y que con ello ponen en solfa toda clase de remilgos, es porque se atrevió a luchar contra la censura y contra todo aprieto moral y social. Pura valentía que hoy en día pocas veces se observa.
Quizá el cine actual debería fijarse más en sus antepasados clásicos, que se impusieron en un universo de normas férreas y que aportaron originalidad a pesar de su orientación altamente industrial.
Y aunque hoy en día hay títulos que constituyen auténticas obras maestras, quizá debería ceder, finalmente, y aceptar que mi amigo ha obrado bien decidiéndose por el cine de los treinta a los cincuenta.