Probé el sadomasoquismo a los 50 y conocí a mi novio de 30 en una mazmorra
"Sin más dilación, me levanté la falda, me incliné sobre la mesa y, madre del amor hermoso, me encantó".
Si nos preguntas a nosotros, te diremos que nos conocimos un jueves en una reposición de la película Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino. En mi versión, nos conocimos en el cine Laemmle del NoHo Arts District, pero si le preguntas a él, insistirá en que nos conocimos en el Teatro Egipcio de Hollywood.
Da igual cómo lo contemos, lo cierto es que nuestro adorable encuentro en el cine es una coartada urdida por si acaso la gente nos pregunta cómo nos conocimos, una duda muy razonable.
¿Y por qué tuvimos que inventarnos una coartada? Porque contarle a la gente que nos conocimos en una mazmorra quizás sea un poco extraño.
Así es. Conocí a mi novio, Trevor, que es 24 años más joven que yo, en una mazmorra. Sí, esa clase de mazmorra. Quizás te preguntes por qué una madre divorciada que bebe vino blanco, abraza árboles y adora a los perros se metería en un sitio como ese, o quizás: ”¿¡Qué!? ¿Existen mazmorras para eso?”.
Yo tampoco tenía ni idea de que existían hasta que una de mis amigas cercanas me confesó que le gustaban estas cosas allá por 2008. Kiki llevaba un tiempo queriendo confesárselo a una de sus amigas más “inocentes”, pero tenía miedo de que la juzgaran y, por tanto, la repudiaran. Tras muchas discusiones con su novio de entonces, Kiki decidió confiar en mí (una sabia decisión, me suelo decir a mí misma, ya que soy muy tolerante). Debido a mi insaciable curiosidad, quise saberlo todo.
Kiki me invitó a un evento BDSM (Bondage y Disciplina, Dominación y Sumisión, Sadismo y Masoquismo) que se celebraba un sábado en Hollywood en un lugar espacioso y lleno de luces. Era un mercado erótico con comerciantes que vendían toda clase de juguetes que te puedas imaginar. Paletas de todos los tamaños y formas, fustas, collares, varas, corsets, flagelos, etc.
Lo que más me sorprendió de este evento, sin embargo, fue la gente que había, ya que eran personas normales y corrientes como las que ves en el súper o en las reuniones de la AMPA del colegio. Destrozaron todos los prejuicios que tenía sobre el BDSM. No había ninguna dominátrix tetona embutida en cuero meneando un látigo. Todas las personas que conocí eran muy amables y acogedoras. Aunque me lo pasé genial, hasta siete años y un montón de lecciones vitales después no volví a ese mercado erótico.
Por entonces, estaba a punto de cumplir 50 y me sentía muy bien conmigo misma. Me sentía gorda y feliz como cuando te tomas unas cuantas botellas de vino y un menú saciante con tus mejores amigos. La vida me trataba bien. Claro que aún estaba soltera, pero no lo llevaba mal. Tenía la cama para mí sola y el control absoluto del mando a distancia. Era libre para hacer lo que me apeteciera.
Por lo que a mí respectaba, los 50 marcaban el comienzo de un nuevo capítulo y me encontraba con ganas de algo nuevo y completamente distinto, algo que resucitara mi ilusión. Por eso, cuando Kiki me preguntó si quería asistir a una serie de clases de BDSM 101 con ella, acepté.
A lo largo de cuatro semanas, aprendí la terminología y el tipo de lenguaje que se utiliza en la comunidad BDSM, como amo, siervo, límite y juegos al límite. Se hacía mucho hincapié en la importancia de las palabras de seguridad, en la negociación antes de empezar el juego y, sobre todo, en el consentimiento. Hubo una clase entera dedicada a aclarar los distintos tipos de dinámica de dominación y sumisión que existen, así como otros juegos de intercambio erótico de poder.
Pero la clase que más me impactó fue la demostración en directo en la que un instructor utilizó una enorme cantidad de instrumentos en las nalgas de una sierva voluntaria atada a un banco de azotes. Dios mío. Las sinapsis de mi cerebro explotaron y desencadenaron una reacción visceral que jamás había sentido antes. No cabía la menor duda. Quería ser sierva y también quería ser ama. Quería probarlo todo.
La oportunidad llamó a mi puerta unas semanas después cuando Kiki me llevó a mi primera fiesta de juegos BDSM, un evento privado en una mazmorra que quedaba muy cerca de mi casa. Varias estaciones de juegos rodeaban la sala principal. Un portal en la pared del fondo conducía a un complejo de salas temáticas más pequeñas distribuidas a ambos lados de un corredor: una celda, una sala de exploraciones médicas, un aula... La política del club exigía que las puertas estuvieran abiertas en todo momento, no solo para que todo el mundo pudiera mirar cuanto quisiera desde el pasillo, sino también para garantizar que se cumplieran los protocolos de seguridad. (Esta comunidad se toma muy en serio la seguridad. De hecho, la mayoría de estas fiestas cuentan con monitores de seguridad y prohíben el consumo de alcohol, así como los móviles para proteger la identidad de los participantes).
Durante la primera hora, más o menos, me limité a saciar mi parte observadora, y luego Kiki y yo fuimos al vestíbulo, donde nos encontramos con D, un joven educado y excompañero de las clases de BDSM 101. Estuvimos los tres charlando un rato antes de que Kiki se marchara para que la amarraran a un escritorio envuelto en plástico y la obligaran a ver diapositivas de los años 50. Lo sé, tampoco es mi perversión favorita, pero no voy a ponerme a criticar los gustos de nadie.
D y yo pasamos el resto de la noche mirando juntos cómo jugaban los demás. Al final, en torno a medianoche, D me preguntó si me gustaría ver qué llevaba en su mochila. Pensaba que nunca me lo iba a preguntar. En una mesa acolchada de la sala principal, D colocó con cuidado todos sus “juguetes” para que pudiera verlos. Paletas, fustas, varas y (madre mía) tres tipos de flagelos. Eran muy suaves y el olor del cuero y de la gamuza era embriagador.
“¿Te gustaría probar?”.
Venga, vale. Consciente de que era novata en esto, D me aseguró que lo haría suave. Como cualquier amo responsable, me recordó que utilizara mis palabras de seguridad si era necesario. Sin más dilación, me levanté la falda y me incliné sobre la mesa y, madre del amor hermoso, me encantó. La mezcla de dolor y placer era divina. Fue probarlo y engancharme.
Antes de que consideres anormales mis gustos sadomasoquistas, te advierto que la edición más reciente del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (o DSM-5), ya no considera que el sexo BDSM consensuado entre mayores de edad sea un trastorno psicosexual. Básicamente, mientras ninguno de los implicados haya sido coaccionado, cualquier práctica sexual que tenga lugar entre mayores de edad de forma consensuada es aceptable.
Así pues, si te gusta sentir una ligera sensación de asfixia, que te den unos azotes o que te pongan una venda cuando estás con una pareja sexual en la que confías, puedes tener la certeza de que no te pasa nada malo en la cabeza. Si eres hombre y llevar bragas debajo de tu traje de tres piezas te ayuda a concentrarte para hablar en público o si eres mujer y te gusta que tu marido te reciba de rodillas cuando llegas a casa después de un día duro en el trabajo, no le incumbe a nadie más que a vosotros, a no ser, por supuesto, que desveles tus gustos sexuales en tu próxima reunión de amigos. Si no lo haces, lo entiendo perfectamente. A la gente le encanta juzgar.
Por eso las mazmorras son tan geniales. Son un espacio seguro en el que Trevor y yo nos reunimos con un grupo de gente que piensa parecido a nosotros y expresamos libremente las perversiones sexuales de nuestra relación, que es convencional en el resto de aspectos. Resulta liberador.
¿Sabéis qué más es liberador? Haber logrado desvelarles mi gusto por el BDSM a la mayoría de mis amigos cercanos y seres queridos, incluida mi hija mayor, y que me hayan aceptado y apoyado. Por desgracia, no todas las personas que tienen estos gustos pueden decir lo mismo y lo siguen ocultando por miedo a perder su trabajo, a sus amigos o incluso la custodia de sus hijos.
Mi círculo más íntimo sabe que soy un miembro activo de la comunidad BDSM, que participo en sus eventos, que acudo a sus fiestas y que voy a sus clases. Sin embargo, me guardo los detalles por respeto. Que lo acepten no significa que se sientan cómodos oyendo lo que hacemos. Y lo que se suele decir: “Lo que pasa en la mazmorra se queda en la mazmorra”.
Aunque me esfuerzo por mantener separados los dos mundos, es inevitable que se entremezclen a veces ahora que tengo muy buenos amigos en esta comunidad. Incluido D, quien, a día de hoy, sigue siendo mi compañero de juegos platónico, es uno de mis mejores amigos y está completamente integrado en mi mundo. (Es una concepción equivocada que el BDSM siempre implique sexo. No es necesariamente cierto).
De hecho, Trevor y yo nos conocimos una noche de juegos en una mazmorra donde un montón de frikis se reunieron para jugar a juegos de mesa como Los Colonos de Catán y Dominion. Cuando entré al vestíbulo esa noche, vi a un tío monísimo en el sofá examinando un libro que había cogido de la librería de la mazmorra. Me envalentoné y me senté a su lado para entab conversación. Al rato nos estábamos dando el número de teléfono.
Después de varias semanas quedando dentro y fuera de la mazmorra, Trevor y yo nos fuimos de senderismo y hablamos de un montón de temas: la materia oscura, los universos paralelos, los aliens, la evolución, Dios y Kevin Smith. Fue entonces cuando supimos que éramos más que un capricho pasajero y aquí estamos, un año y medio después. Como mis amigos de fuera del colectivo BDSM han sido muy tolerantes, les he podido contar en secreto cómo nos conocimos Trevor y yo, mientras que hemos reservado la coartada a las personas más tradicionales de nuestro entorno.
Claro que desgasta, pero más desgastan los chistes que nos sueltan cuando se enteran de nuestra diferencia de edad. Debo admitir que me irrita que bromeen así con una de las relaciones más profundas que he tenido en mi vida. Claro que me doy cuenta de que mi novio está más cerca de la edad de mi hija que de la mía, no necesito que nadie me lo recuerde. Por suerte, a mis amigos y, lo más importante, a mi hija, solo les importa verme feliz y han acogido a Trevor con los brazos abiertos.
Es gracioso. Gracias a todos los libros que he leído, los despertares espirituales que he vivido y las lecciones que he aprendido antes de cumplir los 50, al explorar el mundo BDSM y otras perversiones sexuales durante estos últimos cuatro años, mi mente se ha abierto de modos que jamás imaginé. Tengo una actitud más aventurera y estoy dispuesta a probar cosas nuevas. Mi forma tradicional de concebir el sexo y las relaciones ha evolucionado. Acepto a las personas por ser quienes son, sin juzgarlas, independientemente de su orientación sexual o su identidad de género. Como el BDSM requiere de mucha negociación y reivindicación, ahora soy muchísimo mejor comunicándome en general. Establecer límites ya no me supone ningún problema.
Y, sobre todo, estoy disfrutando más que nunca.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.