¿Por quién o por qué estaría dispuesto a morir?

¿Por quién o por qué estaría dispuesto a morir?

Los seres vivos se rigen por el imperativo de la supervivencia, propia y de sus descendientes.

Robert Recker via Getty Images

Por Juan R. Ordoñana, pProfesor de Psicobiología, Universidad de Murcia:

O más bien, ¿por qué morir por nadie? Los seres vivos se rigen por el imperativo de la supervivencia, propia y de sus descendientes. Aunque a veces utilizan vías complejas o indirectas, sus actos tienen como principales objetivos protegerse del entorno, procurarse sustento y reproducirse.

Solo cuando se producen circunstancias excepcionales pueden aparecer comportamientos autodestructivos que transgreden estos dictados. En la mayoría de los casos, estos comportamientos autodestructivos están asociados a un profundo desarreglo emocional o a la presencia de intensos estresores ambientales.

Pero existe un comportamiento bien documentado, tanto en animales como en humanos, que contraviene esa pauta por la que el individuo busca, ante todo, su propia supervivencia frente a las agresiones del medio: el sacrificio altruista.

Los comportamientos altruistas extremos pueden alcanzar hasta la propia muerte con el fin de lograr la supervivencia de otros –ya sean estos reales o intangibles, como una idea–. Lógicamente, el carácter paradójico de los comportamientos altruistas ha estimulado la curiosidad científica y la controversia acerca de su origen.

El autosacrificio no puede ser explicado fácilmente por modelos evolucionistas clásicos, que afirman que los individuos de una población competirán por los recursos con objeto de sobrevivir y transmitir sus genes a la siguiente generación (lo que la teoría darwiniana clásica denomina fitness –eficacia o aptitud– se define como el número medio de descendientes que produce un organismo en un ambiente dado).

Y, sin embargo, existe, aunque no de forma indiscriminada. El ser humano está dispuesto a sacrificarse, pero no todos los individuos y no por cualquiera. En caso de necesidad imperiosa, estaríamos dispuestos a sacrificarnos por alguien o algo especialmente importante para nosotros: un descendiente, un hermano, una patria, una religión…

Cuando hablamos de sacrificarse por individuos, existe una clara gradación de preferencia relacionada con la cercanía genética. El ser humano está más dispuesto al sacrificio por individuos con los que comparte una parte de sus genes; es decir, sus familiares cercanos. En palabras atribuidas a J.B.S. Haldane, uno arriesgaría su vida por, al menos, un gemelo idéntico u ocho primos. Al fin y al cabo, compartimos la totalidad de nuestros genes con un gemelo idéntico, pero solamente 1/8 con un primo.

La principal explicación desde un punto de vista evolutivo de este tipo de comportamiento es la teoría de la selección de parentesco (kin selection theory) planteada por W.D. Hamilton, que explica el comportamiento altruista en términos de lo que se denomina eficacia inclusiva (inclusive fitness).

La conocida como “regla de Hamilton” (C  predice que podemos esperar que los individuos muestren conductas de autosacrificio cuando el coste de la conducta para sí mismo (C) sea menor que el beneficio reproductivo adicional para el receptor de la conducta altruista (B), siendo (r) el grado de parentesco genético entre ambos.

Estos costes y beneficios se miden en términos de eficacia inclusiva, que alude a la eficacia tanto directa (incrementar la presencia de genes propios en la siguiente generación a través de los descendientes), como indirecta (incrementarla a través del éxito reproductivo de otros individuos que portan los mismos genes). En otras palabras, la probabilidad de que cooperemos, cuidemos, o lleguemos incluso a sacrificarnos por otras personas aumenta cuando compartimos genes con ellas, y esa probabilidad se incrementará paralelamente a la proporción de genes compartidos.

Una prueba directa de esta teoría la proporciona la comparación de la voluntad de sacrificarse por un hermano si este es un gemelo monozigótico (MZ) o dizigótico (DZ). Los primeros comparten la totalidad de su genoma, pero los segundos comparten, en promedio, el 50 % de sus genes.

Sin embargo, en ambos casos, su ambiente ha sido muy similar. Ya sean hermanos MZ o DZ comparten el útero, los cuidados maternos, la alimentación, el entorno familiar… Por otra parte, en ambos casos, existe una alta probabilidad de responder que sí cuando se les pregunta si estarían dispuestos a sacrificarse por su par. Ahora bien, la probabilidad de una respuesta afirmativa es mayor en los MZ, como predice el modelo expuesto.

Por tanto, podemos explicar desde un punto de vista evolucionista que alguien esté dispuesto a morir por un hermano, pero ¿y por una idea? ¿Cómo explicamos que alguien pueda sacrificarse por la patria, por la libertad, o por su religión? ¿Por qué alguien se inmolaría en beneficio de personas con las que no guarda una relación genética cercana?

Se puede especular que, de forma genérica, detrás de conceptos abstractos/simbólicos como la patria o la bandera está un grupo de personas con quienes tenemos semejanzas (religión, lengua, costumbres, aspecto físico…), y que si el grupo tiene una fuerte identidad adquiriría unas connotaciones similares a la familia.

Es decir, la pertenencia al grupo se asociaría, por ampliación, con una mayor afinidad genética en comparación con “los otros”. Las conocidas (y mantenidas en el tiempo a pesar de su irrelevancia científica) apelaciones a la singularidad genética de determinados grupos (razas, etnias, poblaciones…) formarían parte de este entramado mental/emocional.

Un individuo estaría más dispuesto a colaborar y, llegado el caso, sacrificarse en beneficio de una idea que representa un grupo con el que siente una fuerte afinidad; de tal magnitud que se identifica o sustituye a la familia. En línea con esta argumentación, desde la Psicología Social se ha acuñado el concepto de fusión de identidad, definida como “una conexión visceral entre la identidad personal y la grupal” que predice sistemáticamente la disposición a realizar sacrificios extremos por el grupo y sus miembros. Hay un gran número de trabajos en este campo que amplían y desarrollan este modelo.

Estos mecanismos pudieron tener su origen en nuestro pasado evolutivo, cuando la supervivencia de los individuos y de su descendencia era mucho más dependiente de la pertenencia al grupo y la fuerza de este. Obviamente, sin embargo, esto no tiene el mismo sentido en el mundo actual donde las migraciones y la globalización han incrementado la mezcla genética y cultural hasta diluir los límites intergrupales tradicionales y sustituirlas por fronteras administrativas.

En todo caso, la perspectiva evolucionista es, probablemente, solo una parte de la explicación. La regla de Hamilton no se cumple en todas las circunstancias y existen otras perspectivas que añaden interesante información y matizaciones para comprender estos comportamientos que, independientemente de su origen, tienen una enorme relevancia en nuestra sociedad actual.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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