Por qué no voy a volver a bajar la cabeza cuando me silben por la calle
Bastan 700 metros (ni siquiera un kilómetro) y 10 minutos para que te minen la moral.
A veces las ganas irresistibles de gustar están ahí, a veces, no. Y a veces, cuando están ahí, desaparecen al momento.
Ayer era una bonita mañana de otoño, llevaba el pelo recién peinado, el lápiz de ojos bien puesto para una mirada de muñeca resplandeciente. Era mi día. Ese en el que nada más levantarme digo: "Mira, me apetece arreglarme un poco hoy, me apetece darlo todo con falda y tacones, ponerme pintalabios, sentirme un poco más femenina, ponerme mi falda de tubo que enseña las rodillas (sí, las rodillas), me apetece ponerme unos botines de 6 centímetros. Y entonces, inconscientemente, supe que sería excesivo.
Visto a mi hija de 3 años para ir al cole, a infantil, su primer año.
Salimos del portal a la calle principal que nos lleva a lo largo de sus 700 metros al centro escolar.
Mi hija me pregunta si todavía somos campeones del Mundo. Hay que decir que desde el Mundial, que ganó Francia, le hemos explicado que los claxons también sirven para llamar la atención o para protestar, así que, cuando oye uno, piensa en el fútbol.
Entonces le explico que no, que eso debía ser un error y que el señor seguro que me había confundido con alguien. Sin embargo, sé que con mi pelo rojo y mis tatuajes, viviendo en una ciudad pequeña, es difícil, y los "originales" se cuentan con los dedos de una mano.
Ahora, a la vuelta, sola, con los cascos bien apretados en las orejas y Rikkha que me canta Nuit Fatale, vuelven las miradas y también las palabras.
Así que acelero el paso, con la cabeza gacha, paso por una callejuela menos frecuentada pero más larga. Subo las escaleras de cuatro en cuatro y entro en casa, de los nervios, enfadada, y también decepcionada.
Me sumerjo en el trabajo y en la cafeína y, de repente, se acerca la hora de volver a buscar a mi hija. Estoy en mi casa, puedo cambiarme, ponerme unos vaqueros, un jersey grueso, quitarme el rojo de los labios, recogerme el pelo y camuflarme bajo un gran pañuelo. Puedo ahorrarme esos 700 metros en los que me lanzarán miradas sucias, en los que me van a comer con sus ojos salaces y viscosos, en los que me mirarán de arriba abajo y ma harán la autopsia como a un vulgar cadáver.
Iré con mis tacones y mis labios rojos, con los ojos negros e incluso con el cigarro en la boca. Me da igual, no les doy ninguna importancia, los ignoro o, peor aún, los desprecio. Sólo son pequeñas larvas de masculinidad acomplejada y tan poco compleja que les quema su cuñadismo, que brillan por sus faltas de respeto y sobresalen por su falta de la más primaria elegancia. Hay que huir de ellos, de esos brutos, maleducados, inoportunos y palurdos. No hay que ponerse nerviosa, ni siquiera hay que tenerlos en cuenta para no alimentar esa falta de inteligencia.
Cuando vaya por la calle, no me daré más prisa, caminaré a mi ritmo, con los auriculares en las orejas y la música bien fuerte.
¿Y mi hija? Le explicaré en el camino de vuelta que los bocinazos que oirá a veces son muestras de una falta evidente de saber estar. Le diré hasta qué punto es exasperante y molesto que te interpelen de esa manera y que ese no es motivo para ceder, refrenarse o cambiar de gustos, que esos son algo tuyo, como tu cuerpo y la forma que tengas de vivir con él.
El problema no está en tus elecciones, sino en la capacidad de los imbéciles para aceptarlas.
¿Y mañana? Mañana me pondré negro en los labios y rojo en los ojos, o al revés, a no ser que no me apetezca maquillarme. De todos modos, soy yo quien decido.
Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Francia y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano