Por qué no revelé en mi perfil de Tinder que soy sorda
Posiblemente lo mejor de las citas por Internet es la oportunidad de mostrar una versión profundamente editada de uno mismo al grupo de posibles aspirantes.
Cuando me descargué Tinder por primera vez, tras haber estado en una relación durante 7 años, saboreé la ocasión de preguntarme a mí misma no solo "¿Quién soy ahora?", sino también "¿Cómo quiero que me vean?".
Estuve consultando con mis hermanas durante horas qué fotos debía ponerme. ¿Debía exhibir el pelo rubio, mi tono moreno natural, mi fase con la cabeza rapada o mi pelo rosa actual? Redacté la biografía de Tinder posiblemente más genérica de la historia, en la que traduje que me paso la vida viendo demasiada televisión en pijama mientras comparto queso con mi perro en "Escritora, adicta a la cultura popular y amante de los perros". Añadí mi nombre, edad y lo admiré. Mi perfil estaba completo.
Ni por un segundo se me pasó por la cabeza añadir un detalle que algunas personas considerarían una particularidad fundamental sobre mí: soy sorda.
Me diagnosticaron pérdida auditiva grave cuando empecé la guardería, al darse cuenta mi profesora de que no la oía cuando tocaba la campana. A día de hoy, la causa de mi pérdida de audición sigue sin conocerse. Leyendo los labios y con mi audición residual, me hago pasar bastante bien por oyente casi todo el tiempo.
A veces, alguien oye mi voz y reconoce mi acento de sorda como tal en lugar de preguntarme de dónde soy. O suman dos y dos cuando me hacen un cumplido por mi pelo y yo les respondo: "¡Gracias! Me lo compré en Target".
Tener una discapacidad invisible es un arma de doble filo. Por un lado, los desconocidos acaban desconcertados o se ofenden por los diversos malentendidos que surgen, e incluso mis seres queridos a veces se olvidan de mi pérdida de audición y me hablan estando de espaldas. Por otro lado, tengo el privilegio de cruzar espacios públicos envuelta en la capa de la invisibilidad que se le otorga a la gente blanca sin discapacidades.
También tengo la opción de omitir mi discapacidad en mis perfiles de citas por Internet, algo que hice sin pensármelo dos veces. Y no me sorprendería recibir críticas por ello.
Veréis, lo que yo considero una discapacidad muchos otros lo consideran su cultura. Yo crecí lamentando mi pérdida de audición, mientras que los que nacieron sordos o en una comunidad de sordos suelen celebrar que obtuvieron otro lenguaje ―la lengua de signos americana es independiente del inglés hablado―, así como otra identidad. Como yo me crié en una familia de oyentes y asistí a colegios corrientes, mi sordera ha sido más una carga que un aspecto positivo de mi identidad.
Así que para mí, mi decisión de excluir mi discapacidad en mi perfil de Tinder me resultaba parecido a lo que hace mucha gente que no tiene ninguna prisa en confesar en la primera cita la ingente deuda estudiantil que arrastra. Mi hermana tiene asma y epilepsia y, cuando le pregunté si incluiría esa información en su perfil de citas, su respuesta fue: "No se me ocurriría pegarme un tiro en el pie tan pronto".
Yo probablemente no lo habría dicho de forma tan explícita, pero dejaba clara la idea. Si mencionaba mi sordera en mi perfil de Tinder, habría atraído a un montón de hombres fetichistas que se excitan con las discapacidades y habría espantado a los potenciales candidatos, cuya primera suposición habría sido que tendrían que aprender lengua de signos para poder comunicarse conmigo.
De modo que no lo incluí. Durante unas cuantas semanas, me lo pasé muy bien chateando con hombres de una forma que jamás habría podido hacer en persona. Les hablaba de mi perro, de mi pasión por la escritura y el arte, de la música, programas y películas que me gustan... Me resultaba liberador no solo que me vieran como una persona "normal", sino como la persona normal que yo considero que soy.
Y entonces, un viernes de abril por la noche, un tío con el que llevaba una semana o así chateando me pidió que quedáramos para tomar algo. Aunque no tenía ninguna prisa de volver a tener citas tras mi ruptura, había disfrutado nuestras conversaciones y, bueno, Jesse era muy mono, así que acepté.
Solo había un problema. Aún no había sacado el tema de mi pérdida de audición y no quería quedar con él en persona sin que antes supiera que había una buena razón para quedarme mirando sus labios atentamente toda la noche. De modo que, antes quedar con él, le avisé de que yo era la chica con el pelo rosa y una ligera pérdida de audición. He convertido en arte la habilidad de quitar hierro al asunto.
La cita marchó sorprendentemente bien, teniendo en cuenta que de camino al sitio me estuve repitiendo: "Solo es una cita de prueba, solo es una cita de prueba". Le puse al día de los detalles sobre mi pérdida de audición, pero también hablamos de un montón de cosas distintas, nos hicimos reír y nos besamos al final de la noche. Me fui a casa sintiéndome muy satisfecha por cómo había manejado la situación.
Ojalá hubiera recopilado más datos para compartirlos con vosotros, de verdad, pero mi primera cita de Tinder resultó ser también la última. Han pasado dos años y Jesse y yo aún seguimos haciéndonos reír.
Aunque ahí no termina esta historia.
Una noche, después de llevar varios meses saliendo, estábamos abrazados en la cama cuando Jesse se puso serio y confesó que había estado ocultándome algo. Me preparé para recibir la noticia de su reciente divorcio, de su drogadicción, de la manutención de su hijo o de su escalofriante fetiche. No estaba preparada para su verdadera revelación.
"Ya sabía que eras sorda antes de que me lo dijeras", me dijo tímidamente.
"Espera, ¿qué? ¿Cómo?".
Al parecer, durante una de nuestras conversaciones por Internet le había mencionado un videotutorial que hice sobre un peinado de Mad Max. Utilizando ese dato y mi nombre de pila, buscó en Google y lo encontró a la primera.
"Vi el vídeo y cuando te oí hablar pensé: '¡Anda! Es sorda".
Me dio un vuelco el corazón. No solo había sido una ilusión la idea de que yo controlé la revelación de mi sordera, sino que además él lo había descubierto a través del rasgo que más me cohíbe: mi voz.
"Luego investigué un poco más en Google, leí el artículo que escribiste sobre qué no hay que hacer cuando conoces a una persona sorda y me aseguré de seguirlo al pie de la letra", prosiguió.
Eso explica por qué resultó tan sencillo comunicarme con él en nuestra primera cita, como si estuviera hablando con alguien que me conoce desde hace años, un concepto que significa algo ligeramente distinto para mí que para la gente que oye bien. De repente, mi disgusto se suavizó por una oleada de amor por este hombre que se había esforzado para adaptarse a mí antes incluso de conocerme.
En un mundo ideal, a todo el mundo se le concedería el control absoluto a la hora de revelar su discapacidad, independientemente de si prefiere aceptarla como parte de su propia identidad o mantenerla en privado. Pero vivimos en un mundo más complejo que eso, un mundo en el que tus posibles citas y potenciales empleadores (otra caja de Pandora de la que hablaré en otra ocasión) pueden buscarte en Google antes incluso de conocerte en persona. ¿Entonces es mejor revelarlo desde el primer momento?
No lo sé, pero personalmente, si tuviera que volver en algún momento a lo de las citas por Internet (por favor, Dios, líbrame de eso), estoy completamente segura de que lo haría del mismo modo: al menos intentaría controlar cuándo y cómo descubre la otra persona mi sordera. Al fin y al cabo, no es como si tuviera la ocasión de hacerlo en mi día a día.
Sin embargo, también aprendí que a veces, si le das a la gente el beneficio de la duda, puede acabar sorprendiéndote. Jesse lo vio todo sobre mí desde el principio: el pelo rosa, mi ingeniosa y cuidadosamente meditada frase de presentación, mi pérdida de audición y la imagen con el pelo rapado que vetaron mis hermanas, y lo aceptó todo.
Es la prueba de que cuando llega la persona adecuada no hay por qué editarse a uno mismo.