Por qué me puse implantes de pecho... y por qué me los quité
Una vez alguien me dijo: “Si tuvieras las tetas más grandes, serías un 10”. Y no fue un hombre.
Cuando leí que Chrissy Teigen se acababa de quitar los implantes de pecho, me puse a buscar fotos de mis tetas en Google.
Durante la cuarentena he tenido demasiado tiempo libre, pero esta búsqueda en Google está justificada.
Me puse a mirar imágenes mías con 20 años, jugando en una laguna en mi primera película: Pánico antes del amanecer. También había fotos mías de casi 30 años después en un episodio de Dos hombres y medio, con unas tetas prácticamente el doble de grandes.
Te voy a explicar por qué. Una vez alguien me dijo: “Si tuvieras las tetas más grandes, serías un 10”.
Y no fue un hombre.
Tenía 29 años y era el final de la década de los 80. Aunque fue la década de las grandes melenas y las hombreras grandes ―todo grande―, no consideraba que necesitase tetas grandes para mejorar mi situación profesional ni romántica. Era una de las estrellas de la popular serie Falcon Crest. Johnny Carson me entrevistó en The Tonight Show. También protagonicé otras series en prime time, como Lady Blue, en la que interpreté a una policía atractiva (y Clint Eastwood me enseñó a sostener una pistola). Incluso rodé escenas en topless, pero mis tetas eran suficientemente pequeñas como para que no me sintiera medio desnuda. Tenía fama, belleza y dinero, y no me costaba atraer a otros hombres, pero lo cierto es que no había ningún éxito que pudiera mejorar mi baja autoestima. Por eso, cuando una amiga me metió en la cabeza la idea de la perfección con ese comentario, creí que si “arreglaba” mi exterior, mi interior se arreglaría por sí solo.
También he de decir que crecí a la sombra de una madre preciosa.
Era una pelirroja natural con rasgos perfectos. Reta era una bailarina profesional de piernas esbeltas que había trabajado en Radio City Music Hall Rockette y en diversos espectáculos musicales. Mis primeros recuerdos son tras las bambalinas durante la producción de la película Guys and Dolls. Las bailarinas desfilaban ante mí con prisas, ajustándose los trajes, riéndose, susurrando entre ellas, con pestañas postizas, pintalabios carmín, plumas, lentejuelas y diamantes de imitación. En el ambiente se respiraba laca y sudor. Eran mujeres brillantes, mágicas, poderosas. Ya entonces deseé ser una de ellas.
Yo heredé el cabello rojizo de mi madre, pero a medida que crecía, mi pelo se volvió salvaje y encrespado. Además, era algo rechoncha (creo que ahora lo llaman carnosa) y tenía un cuerpo un poco raro. Me elegían la última en los deportes de equipo y llevé aparato: era el patito feo.
Reta no tenía unos pechos muy grandes y llevaba relleno cuando trabajaba. A veces me colaba en su vestidor, me ponía uno de sus sujetadores especiales con relleno y desfilaba en mi propio espectáculo burlesque.
Hojeaba todos los catálogos de sujetadores de Sears & Roebuck y soñaba con el día en que me crecerían los pechos. El día que mi madre le dijo a mi pediatra que me estaban empezando a crecer, me sentí muy orgullosa y estuve rogándole e insistiéndole hasta que me compró un sujetador blanco de algodón (con la copa más pequeña que había) que tenía una abejita cosida en uno de los tirantes. Me picaba, pero lo llevaba puesto en todo momento.
El primer año de secundaria estuvo repleto de milagros para mí: pegué el estirón y perdí la grasa de niña. Empecé a domar mi cabello con el secador y me quitaron el aparato. Mis pechos crecieron un poco más, tampoco mucho, pero ya podía decir que tenía tetas. Era un mundo nuevo para mí y los chicos empezaron a darse cuenta. De repente, me empezaron a tratar como a las chicas guapas, pero ese sentimiento de no ser suficiente nunca me abandonó.
Muchos años después, cuando esa amiga me sugirió que me pusiera implantes, despertó esa parte rota de mí que aún ansiaba ser tan bella como mi madre y sus esplendorosas compañeras de baile, esa parte de mí que aún creía que solo mejorando mi aspecto físico me sentiría suficientemente buena.
Mi amiga me puso en contacto con un cirujano plástico que tenía la calidez paternal de un médico de pueblo. Confié en él al instante. Le dije que no quería unos implantes enormes, que solo quería unos pechos más llenos, una copa B, quizás. Me dijo que era una operación sencilla, como hacerse un piercing en la oreja. Me dijo que mis nuevos pechos serían indestructibles y que me durarían para toda la vida. Entonces pensé en mi cadáver: polvo, huesos y dos bolas de silicona intactas. ¿Qué pensarían las sociedades del futuro al encontrar mis restos?
Cuando me quitó las vendas, me quedé horrorizada.
Tenía las tetas enormes. Parecían un par de pomelos gigantes, pero me dijo que no me preocupara: “En cuando baje la inflamación, tendrás la copa B que querías”.
Tres meses después, seguía teniendo una copa D. Cuando fui a reclamar, se sorprendió. “A mí no me parecen demasiado grandes, son la talla que me pareció más adecuada para ti”.
Aún no he olvidado esas palabras: “la talla que me pareció más adecuada para ti”.
No me apetecía someterme a otra cirugía para ponerme unos implantes más pequeños, así que tuve que apechugar con mis dos nuevos globos.
Tardé mucho en acostumbrarme a ellos. Al tumbarme bocabajo, era como acostarme en un colchón hinchable. Cuando corría o bailaba, botaban y me daban tirones a no ser que llevara sujetadores deportivos de compresión. Cuando llevaba ropa ajustada o cuellos de corte bajo, los hombres se me quedaban mirando las tetas.
Fue entonces cuando comprendí la frase de: “Colega, que mis ojos están más arriba”.
Empecé a dar clases de yoga después de años de estudio, pero cada vez estaba más acomplejada. Ahí estaba yo, con un par de bolas de plástico en el pecho pregonando las bondades del bienestar mental y espiritual. Me sentí como una impostora y así estuve los siguientes 25 años.
Y entonces, en 2017, en una mamografía detectaron que uno de mis implantes quizás se había roto. La resonancia posterior mostró que seguían intactos, pero en internet leí que estas roturas no siempre son visibles en las resonancias.
¿Y qué haces cuando tienes miedo? Yo fui a una consulta lujosa con un médico caro. Le dije que me había cansado y que quería quitarme los implantes, pero él insistió mucho en que no era lo más recomendable. Que no estaría muy contenta con el resultado si no sustituía mis implantes actuales por unos más pequeños. “Serán como fundas de almohada sin el relleno”, me dijo. (Qué poco alentador, ¿verdad?). Así pues, le pregunté si me las podía realzar. “Y sin cicatrices, ¿no?”, preguntó con desdén, como si hubiera preguntado si podía implantarme unos cuernos. Ya había visto esa clase de cicatrices en otras mujeres y no me parecían un problema. Pero empecé a darle vueltas. El experto es él, así que debe de tener razón. ¿Cómo me convenció tan fácilmente? Por qué seguía delegando mis necesidades y mis deseos en otras personas, sobre todo hombres, si ya sabía lo que quería y lo que necesitaba? ¿Cómo podía saber él lo que quería yo?
Mi novio y varios amigos cercanos me animaron a quitarme los implantes sin reemplazarlos. Solo miraban por mi salud, no por mi aspecto cuando estoy desnuda. Pero yo no estaba preparada. Por desgracia, seguía enamorada de la estética voluptuosa del ideal femenino: escote grande, caderas redondeadas y cintura estrecha, como la de tantas mujeres que admiraba: Lily St Cyr, Gypsy Rose Lee, Dita von Teese …
Así pues, decidí reemplazar mis implantes.
Y, una vez más, pese a que le insistí al médico que las quería más pequeñas, al acabar la operación, seguía teniéndolas grandes y redondas como dos enormes pomelos.
En cuestión de pocas semanas, mi pecho derecho desarrolló un problema médico doloroso llamado contractura capsular. Se había endurecido el tejido cicatricial de alrededor del implante y lo estaba empujando fuera de su sitio. Seguidamente, me apareció un bulto rojo de unos 2 centímetros. Cuando fui al médico para que me lo vieran, su cara no fue muy tranquilizadora: era una infección y me instó a quitarme ese implante ya.
Cuando me desperté en la sala de recuperación, la enfermera me miró con seriedad. Le pregunté cómo había ido y me dijo: “Has perdido mucho tejido. Te ha tenido que vaciar mucho el pecho”. Por ello, el médico había tenido que meterme un implante aún más grande “para que queden igualadas”.
En esta ocasión, a medida que mis pechos sanaban, se me fueron quedando con forma de “doble globo” con ondulaciones. También me quedaba una hendidura en la derecha, donde me había salido la infección. Mi novio me tranquilizó, pero yo era perfectamente consciente de que el resultado no había sido excelente. Seguí dándole vueltas y me empecé a arrepentir por no haberme retirado los implantes pese a que esa había sido mi intención inicial.
Un año y medio después, el 24 de julio de 2019, la farmacéutica Allergan publicó un anuncio para la retirada voluntaria de unos de sus modelos de implantes porque estaban surgiendo pruebas que los asociaban con un linfoma poco frecuente llamado BIA-ALCL. Busqué el recibo de mi cirugía y descubrí que mi pecho derecho era precisamente de ese modelo.
La inspiración me vino como un relámpago.
Se acabó.
Me los iba a quitar inmediatamente.
Por recomendación de una amiga, fui a una clínica de Beverly Hills cuyo personal médico está compuesto exclusivamente por mujeres. Claro que hay excelentes cirujanos plásticos hombres, pero me resultaba mucho más cómodo hablar de mis pechos con otra mujer. Supe en nuestro primer encuentro que ella era la elegida.
La operación duró seis horas. Al acabar, la doctora me mostró lo que me había sacado de las tetas: el implante izquierdo era transparente y suave, del tamaño de un donut. El de la derecha era plano y amarillento, como una masa de pizza pequeña. ¿Y se supone que esos trozos desagradables de plástico tenían que hacerme sentir más guapa? Me encontraba fatal por lo que me había hecho a mí misma, por lo que había dejado que otros me hicieran.
Estaba triste, pero también desahogada.
Era libre.
Unas pocas semanas después (aún faltaban meses para que estallara la pandemia del coronavirus), una amiga a la que no había visto en mucho tiempo me abrazó. Durante casi 30 años, cuando abrazaba a alguien, sentía mis implantes. Ahora la sentía a ella, su corazón cerca del mío. Me puse a llorar.
Antes de que me malinterpretes, quiero dejar claro que no tengo nada contra los implantes ni contra la cirugía estética en general. Me encantó cuando Cher dijo: “Si quiero ponerme tetas en la espalda, es asunto mío y de nadie más”. Conozco a muchas mujeres que adoran sus implantes. Lo único que pido es que todo el mundo se informe bien de los riesgos antes de tomar una decisión de este tipo sobre sus cuerpos.
Pese a lo que me dijo mi primer cirujano, los implantes de pecho no están pensados para ser permanentes. Los médicos recomiendan cambiarlos cada 10 años. Yo tuve suerte de que me duraran tanto antes de estropearse. Y hay más riesgos: estos implantes se han asociado a un riesgo mayor de cáncer de pecho. Para las mujeres que se han sometido a una masectomía, debe de ser un jarro de agua fría saber que si se pone implantes, corre el riesgo de desarrollar de nuevo el cáncer. Durante años, muchas mujeres han protestado por un síndrome llamado enfermedad por implantes mamarios, que provoca enfermedades autoinmunes y todo un abanico de síntomas.
Después de todas mis operaciones, tengo cicatrices, pero me encantan. Son las heridas de guerra que sufrí hasta que logré tomar las riendas de mi cuerpo.
Sigo teniendo tetas, pero ahora son naturales. Tal y como describió las suyas Teigen en una publicación reciente en Instagram, son “pura grasa, bolsas milagrosas de grasa”. Y ahora me gustan las mías tal y como son.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.