Por qué me hice un aumento de pecho a los 19 y por qué me lo pagaron mis padres
Algunas personas dicen que el vestuario del instituto es el lugar donde muere la autoestima, pero a mí me pasó en una bañera de agua caliente en Nochevieja. Tres amigas y yo nos metimos con el agua hasta los hombros y las manos hacia arriba en el gélido aire para sostener con orgullo nuestras copas de sidra sin alcohol. Cuando pillé a Erica echándole un vistazo al trozo de tripa que dejaba a la vista mi traje de baño, las palabras que salieron de su boca me estremecieron antes incluso de interpretarlas.
"Sí que tienes pelo ahí".
No hay palabras para explicar el golpe emocional que se sufre cuando, siendo una chica preadolescente, alguien hace notar que tienes pelo en zonas que no son la cabeza.
Fue un comentario inocente sin más motivación que una curiosidad impulsiva e infantil, pero Dana y Kate soltaron una risita, una a cada lado de Erica. Como éramos amigas desde infantil, ambas habían tenido numerosas oportunidades de señalar y tratar de "solucionar" mi acné quístico, que para tercero de primaria ya me había empezado a invadir la cara, el pecho, el cuello y la espalda. Mentiría si dijera que recuerdo cuál fue mi respuesta, pero esa sensación desagradable reptando por mi garganta como la bilis y presionando como una lengua contra la parte trasera de mis dientes aún perdura.
A esa edad, nadie me había hablado del síndrome del ovario poliquístico (SOP). No supe nada de ello hasta después de ser elegida por segundo año consecutivo "la chica más fea del colegio" por el novio actual de Dana, momento en el que me ocupé de rastrear mis síntomas por Google en busca de algo a lo que echarle la culpa de mi aspecto. Cuando lo encontré, el alivio que sentí por tener por fin una explicación para mi aspecto fue el equivalente a un tsunami.
Considerado uno de los trastornos heterogéneos más comunes que sufren las mujeres, el SOP afecta a entre el 5% y el 10% de las mujeres en edad fértil. Debido principalmente a una resistencia a la insulina, el organismo lo compensa incrementando la producción de esta, lo que a su vez provoca un exceso de andrógenos en el cuerpo. ¿Y eso qué implica? Significa que yo y una de cada diez mujeres podemos sufrir síntomas como el hirsutismo (exceso de vello en la cara, la tripa y la espalda), acné quístico, calvicie de patrón masculino, problemas menstruales, obesidad, diabetes, quistes ováricos y potencial infertilidad.
Siendo adolescente, me pasaba las clases obsesionada por si había alguien fijándose en mi acné. Me pasaba los descansos sentada al pie de mi taquilla, demasiado convencida del rechazo como para acercarme a mis amigos. Los partidos de fútbol me los pasaba comparando mi cuerpo con el de las demás chicas, con sus piernas largas y sin pelos y con sus incipientes pechos. Después de comer me metía un cepillo de dientes por la garganta hasta provocarme náuseas, como poco.
Junto al acné, mi cuerpo se convirtió en mi mayor inseguridad. El cinturón de grasa que tenía en torno a la tripa siempre me hacía verme como una embarazada, y como los pechos nunca me crecieron debido al exceso de andrógenos de mi organismo, no tenía grasa arriba para compensar. Mi relación con la comida, que en una época anterior tendía a los atracones, se había convertido en un acto controlado de comer solamente un puñado de almendras al día para evitar hincharme.
Echando la vista atrás, es complicado justificar lo profundamente que me debilitaba esto. Los chicos eran desagradables conmigo. ¿Y? Hay muchísimas personas con la misma historia lacrimógena. Sin embargo, durante mi último año de instituto, me sentía en una isla, rodeada por amigos que me mantenían cerca y hurgaban en mis complejos, pero aislada por el muro de mi autodesprecio.
Fue poco después de mi graduación cuando mi madre me habló de las operaciones de aumento de pecho. Su mejor amiga se acababa de hacer una liposucción en una clínica local y no dejaba de aplaudir su nueva y recién descubierta seguridad en sí misma. Como me contó más adelante, mi madre le preguntó de forma hipotética a su amiga si creía que también me ayudaría con mi autoestima. Su amiga le aseguró que sí y le pasó los datos de contacto de la cirujana.
Aunque algunos médicos me dijeron que era demasiado joven y que pesaba muy poco para someterme a una liposucción, un aumento de pecho solucionaría una buena parte de mis complejos. Pese a que tanto mi madre como mi padre me veían estupenda y normal tal y como era, a todos nos pareció que la operación me ayudaría a normalizar mi cuerpo y a sentirme suficientemente segura como para tener citas. Con suerte, estabilizaría mi relación con la comida y mi autoestima general.
No puedo imaginarme cómo debe de ser para unos padres presenciar tantísimo sufrimiento de un hijo consigo mismo y ver cómo se pierde gran parte de su infancia por ello. Aunque los ojos se me humedecieron de felicidad ante la propuesta de mi madre, su rostro se veía triste, culpable y esperanzado al mismo tiempo. Mis padres me hicieron prometer que no me sometería a ninguna otra operación estética después de esta.
La operación quedó programada para el verano siguiente, poco después de terminar mi primer curso universitario. En las cuatro citas que tuve con la cirujana antes de la operación, solo sentía ilusión. Le hablé de mi relación con el SOP y me dijo que si cualquiera de sus dos hijas sufriera los mismos problemas de autoestima le propondría exactamente el mismo tipo de operación. Estuvimos debatiendo para acordar la talla que me daría el aspecto más natural. Debido al importante subdesarrollo de mis pechos naturales, acordamos pasar de una copa A a una modesta copa B.
¿Duele la operación? Desde luego. Cuando abrí los ojos en la sala después de la operación, las náuseas aparecieron casi de inmediato. Me pasé el día recuperándome en el hospital, con náuseas, atrapada entre la felicidad y la parálisis inducida por un dolor que me atenazaba de cintura para arriba.
Pasé tres semanas recuperándome en casa, tumbada en el sofá, incapaz de ducharme o de utilizar los brazos por miedo a que me saltaran los puntos, bebiendo un cóctel de analgésicos y antibióticos que me mantenía en una neblina de semiconsciencia solo interrumpida por el dolor y las náuseas.
Ojalá pudiera decir que cuando me retiraron la venda del pecho, arrancando trozos de piel en el proceso, me sentí como una mariposa saliendo del capullo, pero no fue así. No me parecía a Pamela Anderson ni empecé a sentirme como ella. Seguía siendo la misma joven apocada de 19 años con pelos oscuros sueltos por el mentón, tripa sin tonificar y cutis comido por la rosácea.
Ahora, con 21 años, sigo teniendo un cinturón de grasa inamovible alrededor de la tripa, pero el aumento de pecho me dio la suficiente confianza para superar mi depresión y centrarme en la nutrición y el deporte. Aunque mi piel sigue pareciendo un campo de batalla tras más de 10 años de acné quístico, ya puedo sobrellevarlo sin tener ganas de matarme. Pese a las cicatrices que tengo alrededor del ombligo tras años de pelos enquistados, ya puedo quitarme la camiseta sin sentir que son un letrero de luces de neón.
Aunque sigo obsesionada con algunos aspectos de mi cuerpo, el hecho de poder llevar sujetadores, trajes de baño y tops cortos sin sentirme excluida ha sido tremendamente curativo para mí. Está claro que no hace falta empezar con una operación de tetas para sentirte mejor; aunque yo sentía que ese era el mejor medio para mí, hay muchas otras formas de abordar la búsqueda de una autoestima sana.
Si sufres SOP, no eres rara. Mereces tener confianza en ti misma y sería una lástima que te aislaras del resto del mundo por algo tan nimio como tu aspecto. Haz lo que tengas que hacer para sentirte la mejor versión de ti misma, pero hagas lo que hagas, no te olvides de vivir.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.