Por qué los españoles somos líderes en consumo de ansiolíticos
Tras este dato se esconde una realidad compleja que entrevera factores culturales, déficits sanitarios, adicción y precariedad.
Cuentan Javier Padilla y Marta Carmona en Malestamos (Capitán Swing) que ser líderes en consumo de ansiolíticos “se ha convertido casi en un meme propio de España”, en algo casi identitario, cultural y no necesariamente nuevo. Porque hoy se oye hablar del diazepam en los podcasts más escuchados, pero Padilla también recuerda cómo hace años, en el velatorio por la muerte de algún familiar, “el bromazepam circulaba con una alegría pasmosa” sin que por ahí mediara receta alguna.
Más allá del “meme”, los datos están ahí. En 2020, España volvió a liderar el ranking mundial en consumo legal de benzodiacepinas –los medicamentos usados para tratar la ansiedad–, dejando cada vez más atrás a sus principales ‘competidores’. Según los datos de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes que obtuvo El Periódico, en España se consumieron casi 110 dosis diarias por cada 1.000 habitantes, seguidas por las 84 dosis diarias de Bélgica, o las 80 de Portugal, y muy, muy lejos de países como Alemania, donde apenas se consumieron 0,04 dosis al día por cada mil personas.
Spain is different (para mal, en este caso)
La cifra española “no es algo superior; es muy superior con respecto a otros países”, advierte Antonio Cano, catedrático de Psicología y presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés. ¿Por qué se da esta anomalía en nuestro país, y qué implicaciones tiene? A ello tratamos de responder en este artículo.
Como es habitual, no existe una única respuesta, sino más bien una serie de causas entremezcladas que acaban dando ese resultado. Los expertos consultados por El HuffPost citan principalmente el colapso sanitario en Atención Primaria –que lleva a los médicos a recurrir con más facilidad a la receta de tranquilizantes como la ‘solución fácil’–, la falta de especialistas de salud mental en la sanidad pública –por lo cual se opta por el fármaco frente a la terapia–, el hecho de que el resto de países se hayan puesto en serio las pilas para reducir el consumo de estos medicamentos, las dificultades socioeconómicas (y emocionales) que atraviesa la ciudadanía –con una crisis tras otra tras otra–, y el hecho de tener que atender a una población ya dependiente de estos fármacos, que en ocasiones acude directamente a la consulta pidiendo “la pastillita para dormir” sin más remedio.
En 2019, la Sociedad Científica Española de Estudio sobre el Alcohol, el Alcoholismo y otras toxicomanías (Socidrogalcohol) publicó una Guía de consenso para el buen uso de las benzodiacepinas donde se ponía negro sobre blanco que no se estaban cumpliendo las recomendaciones sobre prescripción de estos fármacos, que “más de la mitad de la mitad de los usuarios a largo plazo tienen dificultades para suspender la toma por síntomas de abstinencia” y que esto ya estaba generando problemas.
“Las benzodiacepinas son la forma más rápida y barata de tratar la ansiedad y el insomnio, pero no siempre lo más rápido y barato es lo mejor”, señala el informe. “Un diagnóstico, y ni siquiera exacto, de ansiedad o insomnio se sigue de inmediato de la prescripción de una benzodiacepina”, constata. Concretamente, la ansiedad es la afección más frecuente para la que se prescriben las benzodiacepinas (BZD). Según los datos de 2019 que recoge Civio, el 5% de la población española tiene un diagnóstico de ansiedad, aunque casi un 28% tiene riesgo de sufrirla, de acuerdo con el más reciente Estudio de Salud y Estilo de Vida de Aegon.
Qué son realmente las benzodiacepinas
Quizás un lector que ha llegado hasta aquí y ha leído varias veces la palabra “benzodiacepinas” está todavía algo desubicado; seguramente los términos diazepam, lorazepam, Lexatin, Trankimazin u Orfidal –todos ellos pertenecientes al grupo de las BZD– les suenan mucho más.
Las benzodiacepinas, explica Antonio Cano, son “fármacos psicoactivos que actúan sobre nuestras emociones, sobre nuestra mente y nuestro cerebro, y reducen la ansiedad de manera muy rápida”, trabajando sobre el sistema nervioso central para desactivar el efecto de la adrenalina y rebajar la sobreactivación del organismo. No obstante, aclara enseguida Cano, estos medicamentos “no sirven para curar la ansiedad”, sino para “bajarla de manera puntual”, para sedarnos y relajarnos.
Mientras que las guías indican que las BZD deben ser prescritas durante un máximo de entre 2 y 4 semanas, se han descrito casos en España de personas que han estado tomando estos fármacos durante 40 años “y siguen con el mismo problema”, apunta Caño. “Si tomas un fármaco que no resuelve tu problema durante décadas, no tiene sentido seguir prescribiéndolo, sobre todo cuando hay otros tratamientos que sí son eficaces”, dice.
Cuenta Antonio Cano que “todos los países”, siguiendo esta evidencia, “han ido disminuyendo el consumo de benzodiacepinas, menos España, donde no ha dejado de aumentar año tras año”, lo cual ha acrecentado aún más la brecha con el resto.
Las alternativas que sí funcionan
Tomando el ejemplo de Reino Unido, Cano ha dirigido el proyecto Psicología en Atención Primaria (PsicAP), con el cual ha demostrado que el tratamiento psicológico (terapia) en los centros de salud es 3,5 veces más eficaz que los fármacos para hacer remitir la ansiedad y la depresión. Ofrecer información psicológica –enlaces a webs, herramientas de relajación– además de “siete sesiones con el psicólogo para aprender a manejar los problemas (laborales, familiares, sociales, de salud…)” ayudó a los participantes del ensayo a mejorar su situación mucho más que a aquellos que sólo tuvieron acceso a los psicotrópicos.
La evidencia está ahí, pero las resistencias también. “Con citas en Atención Primaria de 5 o 10 minutos, y muchas veces ante la demanda del propio paciente, la primera respuesta suele ser recetar fármacos”, afirma con cierta resignación Guillermo Fouce, profesor de Psicología Social en la Universidad Complutense de Madrid.
El problema de “la pastillita para dormir”
Para Fouce, el ejemplo más claro de la dependencia a los psicofármacos está en las personas mayores, que en muchas ocasiones piden “la pastilla para dormir” a su médico de cabecera “sin ser conscientes de que están tomando algo que genera adicción”. Y aclara el psicólogo: “Hablamos de adicción cuando ya no puedes dormir sin la pastilla, cuando no puedes expresar emociones, cuando esto interfiere en el día a día”. “A corto plazo, la pastilla te permite dormir y seguir hacia adelante. A medio plazo, empieza a generar problemas”, resume Fouce.
A título personal, Antonio Cano conoce el caso cercano de una persona –española– que acudió a consulta en Alemania por una crisis de ansiedad y, al ver que tomaba benzodiacepinas de manera habitual, los médicos la dejaron una semana ingresada para someterla a un proceso de desintoxicación en una unidad especializada para BZD.
“Es que hay que tomárselo en serio”, recalca Cano, que remite a los datos del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses para alertar de los conductores que mueren en carretera con un positivo en psicofármacos (11,7% en 2021), o las cifras de peatones atropellados con estas sustancias en el organismo (14,4%), siempre con las benzodiacepinas en cabeza.
La Guía para el buen uso de las benzodiacepinas asocia un uso prolongado de estos fármacos a “serios problemas de salud física, mental y social”, a la posibilidad de causar “accidentes, caídas, fracturas y lesiones, sobre todo en personas mayores” y a “malformaciones congénitas cuando la madre toma BZD durante el embarazo”.
Mujer y mayor de 65 años, perfil de riesgo
El uso en mayores es especialmente preocupante, por ser elevado, por estar “oculto” y por crear más riesgos entre esta población. El informe de Socidrogalcohol señala que el consumo crónico de BZD se produce sobre todo en mujeres mayores de 65 años, “probablemente debido a que su prescripción aumenta conforme la edad avanza, sobre todo en relación al trastorno del sueño, y también debido a que, tras un consumo continuado, es más probable que la persona ya no pueda dejar de tomar la ‘pastilla para dormir’”.
Los expertos explican que en casi cualquier sociedad las mujeres se ven más afectadas por los problemas de salud mental –en España, la proporción es del doble–, entre otras cosas porque “tienen más expresión emocional”, pero también “más sobrecarga” (de cuidados, de precariedad) y más probabilidad de haber sufrido experiencias traumáticas como acoso, abusos sexuales o agresiones físicas o psicológicas. Según datos de la Encuesta Nacional de Salud de 2017, el 14% de las mujeres refiere algún problema de salud mental frente a 7% de los hombres, y el 9% de las mujeres refiere ansiedad crónica frente al 4% de los hombres, repitiéndose estos porcentajes en la depresión.
La precariedad también cuenta
La Encuesta Nacional de Salud da más pistas: la prevalencia de depresión es 2,5 veces más frecuente entre quienes se encuentran en situación de desempleo (7,9%) que en quienes trabajan (3,1%), y alcanza el 30% entre las personas incapacitadas para trabajar. Estos datos resuenan con especial fuerza en España, un país que durante años ha liderado las tasas de desempleo en Europa, sobre todo tras la crisis de 2008. O Dicho de otra manera, las circunstancias socioeconómicas de la población influyen inevitablemente en su salud mental.
Marta Carmona, presidenta de la Asociación Madrileña de Salud Mental y coautora de Malestamos, cuenta en una entrevista con El HuffPost que cuando empezó a trabajar como psiquiatra en 2010 no dejó de atender intentos de suicidio, “la inmensa mayoría” relacionados con la crisis de la vivienda y los desahucios. Era “como si la crisis del ladrillo te tirara ladrillazos a la cara, continuamente”, recuerda.
“Al final, el sistema sanitario, con todo, era el sitio donde siempre se podía recurrir, y tú [como profesional] respondes desde lo técnico con lo que puedes”, reflexiona Carmona. “¿Significa eso que toda persona que pasa por la consulta de su médico de atención primaria o por su servicio de salud mental se ha ido con una receta de psicofármaco? No siempre, pero como es el sitio donde puedes acudir y es una de las cosas que pueden hacer, al final mucha población se ha llevado eso”, apunta la psiquiatra.
Javier Padilla, médico de familia y coautor de Malestamos junto con Carmona, reconoce también que “el porcentaje de consultas que se resuelven sin una receta médica –ansiolíticos, en general– es anómalamente bajo en España”. Considera Padilla que a veces los médicos han sentido que la receta era “lo único” que tenían para responder. “Si en cambio hubiéramos tenido daciones en pago [en referencia a las hipotecas inmobiliarias], a lo mejor habría sido otra la receta. A lo mejor éramos el país del mundo con mayor número de daciones en pago”, comenta. “La realidad se habría escrito de forma distinta. Y mejor, muy probablemente”, zanja Padilla.
Y sí, también faltan psicólogos en la pública
De nuevo, si los médicos se ven desbordados, lo más rápido y ‘sencillo’ es concluir una consulta con una receta de fármacos. En el Sistema Nacional de Salud español sólo hay seis psicólogos por cada 100.000 habitantes, tres veces menos que la media europea; la tasa de 11 psiquiatras por cada 100.000 personas –según Eurostat– implica que España tiene menos de la mitad de psiquiatras que Noruega, Francia, Suecia o Alemania, y cinco veces menos que Suiza.
Las alternativas –o complementos– a los psicofármacos existen y son conocidas, pero faltan recursos, voluntad, inversión y un cambio cultural y de costumbres. El psicólogo Antonio Cano sostiene que “uno de los problemas que tenemos es la falta de formación e información”. “No nos dicen qué son las emociones, pero luego resulta que son importantísimas en nuestra vida; no nos enseñan a manejarlas, pero luego resulta que si no sabes hacerlo tienes problemas”, plantea.
El detonante de una crisis de ansiedad puede ser “una situación traumática, un despido, una ruptura emocional, un conflicto con los hijos, una jubilación anticipada, el aislamiento, la soledad no deseada…”, enumera Guillermo Fouce. “Hay situaciones en la vida que ponen en cuestión nuestras habilidades; cuando esto nos supera, cuando las amenazas tienen más impacto que nuestra capacidad de respuesta, se produce un trastorno, y ahí tenemos la primera quiebra”, señala.
Tras esa “primera quiebra” suele venir el ‘primer ansiolítico’, que desactivará la “expresión emocional”, pero no el problema más profundo. “Si se trata mal, el problema se agrava y la respuesta se cronifica”, dice Fouce. De este modo, las 2 - 4 semanas que deberían ser el tope para el consumo continuado de ansiolíticos se prolongan en un bucle potencialmente infinito, con unas consecuencias que ya conocemos. La pregunta es: ¿hasta cuándo?
Las personas con conductas suicidas y sus allegados pueden recibir ayuda las 24 horas en el teléfono 024, llamando al 112 o contactando con el Teléfono de la Esperanza (717 00 37 17). Aquí puedes encontrar más información sobre asociaciones y aplicaciones para la prevención del suicidio.