Por qué España ha perdido
Mariano Rajoy y la caravana político-mediática insisten en señalar que el procés ha acabado y ha sido derrotado. En dos semanas se celebran unas determinantes elecciones al Parlament de Catalunya y prácticamente todas las encuestas creíbles (es decir, las que han sido ligeramente cocinadas, no las que han sido víctimas de un pucherazo) predicen más votos y escaños a las tres formaciones independentistas que a las tres unionistas. Pero la sentencia ya está dictada: el procés está muerto.
Esta sesgada lectura de lo que está sucediendo actualmente en Cataluña pone de manifiesto la visión y la voluntad con la que el Gobierno de Mariano Rajoy y, por extensión, el bloque del 155 ha querido resolver un conflicto político. Hoy en día en Cataluña hay tantos o más independentistas que antes del referéndum del 1 de octubre y no hay ninguno que haya renunciado a sus ideales, objetivos y voluntad a pesar de los evidentes errores estratégicos del bloque soberanista tanto en la estrategia como en el relato. Al contrario, como viene siendo habitual desde que hace cinco años el conflicto alcanzó su dimensión actual, la fábrica de crear independentistas en las que se ha convertido el Gobierno central y la caravana político-mediática no ha dejado de funcionar (si bien también es cierto que los errores en el bando soberanista no han permitido sacar mayor jugo de estos regalos).
Para convencer –o, si lo prefieren, para derrotar– al soberanismo no ha habido ni una sola propuesta de seducción en términos políticos, económicos o, simplemente, de empatía desde el Gobierno central. Han optado por asumir como objetivo el "Venceréis, pero no convenceréis" que Unamuno lanzó a Millán-Astray en esa España del 1936, prescindiendo de cuál es la voluntad mayoritaria de los catalanes. La victoria al precio que sea, tanto político como estético. Lo contrario, precisamente, de lo que hizo David Cameron y el resto de líderes británicos para convencer a los escoceses que optaran por la Unión.
Pero la mayor evidencia que España ha perdido su pulso con Cataluña no es que los dos millones y pico de catalanes que quieren un estado independiente hayan renunciado a ello. Ni tan solo que, previsiblemente (y a pesar del exceso de sal en la cocina de las encuestas), el unionismo tampoco gane estas elecciones. Sino la tierra que ha tenido que quemar Rajoy y la caravana político-mediática para dotarse del apoyo social necesario en el conjunto de España para afianzar su política de renuncia absoluta al diálogo y de abordar el conflicto en términos de ganadores y perdedores.
Que media España haya sacado la bandera española en señal de apoyo explícito al 155 es la mejor prueba que en el bando unionista sólo se acepta una victoria sin contemplaciones ni ningún tipo de cesión. En ningún país del mundo occidental se han visto tantos balcones engalanados con la enseña nacional desde la Segunda Guerra Mundial –que no haya sido por motivos deportivos–, con la única excepción de los Estados Unidos post-11S. Y en Cataluña ni en España nos encontramos, afortunadamente, en un panorama similar al del Nueva York del 2001.
¿Cómo va a aceptar toda esta gente que exhibe la bandera que la única solución a largo plazo para el Estado es ceder una parte de soberanía a Cataluña, tanto económica como política, cuando se los ha animado a la exaltación patria? ¿Cómo va a aceptar una propuesta de pacto de este tipo el poder territorial del PP y del PSOE cuando se les ha repetido que Cataluña es exactamente igual que cualquier otra comunidad autónoma? ¿Cómo va a aceptar la judicatura que no debería de ser el instrumento para resolver un conflicto político cuando se la ha utilizado como arma arrojadiza en ausencia de una acción gubernamental dialogante?
El recurso de la tierra quemada ha dado al Gobierno una victoria a corto plazo con la aplicación del 155. Pero le ha hipotecado la solución del conflicto. Una vez más, en España se ha impuesto el rédito electoral por encima de la visión de Estado. Ya sucedió en 2005, cuando Rajoy se lanzó a la calle a buscar firmas contra el Estatut aprobado por el 90% del Parlament de Catalunya (dando pie al movimiento que acabaría de explotar con la sentencia en contra buscada por el PP, origen de la situación actual), y ya había sucedido anteriormente cada vez que Jordi Pujol (y Pasqual Maragall) habían pactado con los gobiernos del PSOE o el PP la estabilidad parlamentaria a cambio de algunas competencias.
En ningún momento desde la Transición, los sucesivos gobiernos españoles han contado con la visión suficiente para realizar un pacto de altura que encarrilase el posible encaje de Cataluña e intentasen seducir a sus habitantes. Ni el PP ni el PSOE (y mucho menos, ahora Ciudadanos) han estado dispuesto a tratar el conflicto catalán en términos de Estado y renunciando –u obviando– al resultado de las siguientes elecciones. Cada vez que ha habido una propuesta ambiciosa encima de la mesa, el tacticismo, el oportunismo y los sondeos han condicionado su ejecución. Así sucedió cuando Artur Mas acudió a la Moncloa en septiembre de 2012 con su propuesta de facto fiscal. El portazo de Rajoy dio pie a todo lo que ha llegado después y más de un millón de catalanes que entonces no eran independentistas decidieron cambiar de registro como única fórmula posible para asegurar el autogobierno.
Efectivamente, España ha perdido la oportunidad de resolver el posible encaje de Cataluña, por culpa, primero de la inacción de Mariano Rajoy y después, del fervor patriótico agitado desde el Gobierno –y la mayoría de los medios– para cubrirse las espaldas en su negativa a tratar políticamente un conflicto político. Toda esa gente que ha sacado la bandera que se compró para celebrar las históricas victorias de Luis Aragonés y Vicente Del Bosque no está ahora para pactos. Porque los pactos requieren cesiones por ambas partes. Es una derrota de la Política (con mayúsculas), de la visión de Estado (también con mayúsculas) y de la propia España (aquí las mayúsculas ya aparecen gritando).
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