El cambio de tono de la Administración Biden en política migratoria que le obliga a explicarse
El "no vengáis" pronunciado por Harris en Guatemala evidencia los problemas y tensiones que la crisis de la frontera sur causa a la nueva presidencia de EEUU.
Lo dijo dos veces, con un silencio de advertencia en medio: “No vengáis. No vengáis”. La vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, se dirigía así el pasado 8 de junio a los migrantes que tratan de llegar a su país desde el sur, avisándoles de que “si vienen a la frontera, no podrán entrar”. Lo hacía en su primer viaje exterior, a Guatemala y México, y con ese contundente aviso para el que sacó la dureza de sus tiempos de fiscal puso en duda la bondad de la política migratoria de la nueva era de Joe Biden. Obviando, por ejemplo, el derecho de cualquier persona a pedir asilo y protección.
El presidente norteamericano hizo de la inmigración un tema esencial de su campaña contra Donald Trump, prometiendo tirar por tierra políticas como la del muro con México, la expulsión de los dreamers o el cerrojazo a países de mayoría musulmana. En sus primeros cien días de Gobierno ha intentado cambiar las cosas. Algo ha conseguido, pero le queda mucho, porque mucho hay por tumbar y porque necesita consensos que saquen sus normas adelante. Las palabras de Harris, que han escocido incluso en el propio Partido Demócrata, demuestran que también necesita un examen de conciencia y fijar los valores y derechos que no está dispuesto a arrollar.
El programa electoral de la boleta Biden-Harris era claro: “Trump ha lanzado un ataque implacable contra nuestros valores y nuestra historia como una nación de inmigrantes (...). Generaciones de inmigrantes han venido a este país con poco más que la ropa que llevan puesta, la esperanza en sus corazones y el deseo de reclamar su propio pedazo del sueño americano (...). La inmigración es esencial a lo que somos como nación, nuestros valores fundamentales y nuestras aspiraciones para nuestro futuro (...). EEUU dará la bienvenida a los inmigrantes en nuestras comunidades”, decía.
¿Se ha mantenido ese empeño en el poder? En parte, sí. Ha cambiado sin duda la vieja retórica, el Gobierno se ha vuelto más humano y entiende los distintos motores de la inmigración, de la economía a la violencia, pasando por la corrupción en los países de origen o los efectos del cambio climático. Hasta ha modificado los protocolos para que se deje de poner “alien”, “ilegal” o “asimilado” en los documentos oficiales, como hasta ahora, y ha impulsado programas de formación para humanizar el trato de los funcionarios.
Biden está haciendo propuestas, pero no ayuda que las cifras de migrantes que llaman a su puerta sean las más altas en 20 años ni mensajes contradictorios como los de Harris, quien al final, en una entrevista con la Agencia EFE, ha tenido que suavizar sus palabras y afirmar que está “comprometida con garantizar que Estados Unidos proporcione un refugio seguro para quienes buscan asilo”.
Lo propuesto
Biden ha presentado una reforma migratoria que ha sido aplaudida por las principales organizaciones humanitarias, porque busca revertir el modelo de migración de Trump. Para empezar, ha abierto el camino para que más de 10 millones de indocumentados regularicen su situación. Todos los llegados antes de enero de 2021 podrán pedir un permiso de residencia temporal y, tras cinco años de estancia en los que hayan pagado impuestos y no hayan delinquido, ser residentes permanentes con green card. También se compromete a abordar el problema de los soñadores, 700.000 niños que llegaron sin papeles y han crecido en el país, que podrán lograr la ciudadanía en tres años.
Ha anunciado una fuerte inversión en el triángulo norte de Centroamérica, compuesto por El Salvador, Guatemala y Honduras, a los que ha prometido 4.000 millones de dólares anuales para combatir a las mafias, la violencia o la discriminación, fondos aplicados dentro de cada país para que los ciudadanos no se vean forzados a escapar.
Quiere acelerar, igualmente, la reunificación de menores con sus familias, a través de un programa especial, frente a la llamada tolerancia cero de Trump, que separaba a niños de sus padres en la frontera; aún se estima que 450 menores siguen sin ser reunificados con sus padres. El Gobierno ha creado un grupo de trabajo que trata de reunir a las familias separadas en la frontera, pero por ahora no es más que eso.
Todo está muy bien sobre el papel, pero ahora hay que sacarlo adelante. El proyecto está en el Congreso, donde no hay problema porque los demócratas tienen mayoría, pero lo tiene que ratificar el Senado, y ahí empiezan a entenderse los retrasos: esta no es una legislación ordinaria, sino que requiere de una mayoría especial de 60 votos; ahora mismo, la cámara se reparte 50/50 con los republicanos y las votaciones las inclina a su favor la vicepresidenta Harris, que tiene ente sus competencias la de presidir el Senado. Tocaría convencer a 10 senadores conservadores, y es complicado, porque justo en inmigración el trumpismo sigue muy fuerte en sus filas.
Biden puede recurrir a decretos, pero eso se entiende como una imposición y no está entre sus planes inmediatos, así que la reforma está estancada y el tiempo corre. Sólo tiene dos años con mayoría en las dos cámaras para dar pasos.
La situación
El presidente de EEUU tiene mucho trabajo por delante, poco tiempo y un problema en las manos que es una patata caliente que se van pasando de presidente a presidente y que tiene compleja resolución. El Consejo Americano de Migraciones enfatiza la necesidad de “gestión y diálogo”, con el derecho internacional por divisa, frente a la militarización, la visión policial y restrictiva de Trump.
El consejo aboga por un modelo “integral” que aborde todos los motivos de las migraciones, hasta llegar a hacerlas “ordenadas y seguras”, pero eso depende también de los países de los que vienen o por los que pasan esos migrantes. “No se puede olvidar que la crisis no es eminentemente norteamericana, sino humana”, recuerda, ante el drama que viven quienes saltan de un país a otro en terribles condiciones. Mientras tanto, las medidas propuestas pero retrasadas serían importantes para asentar a la población y darle derechos dentro de sus fronteras, pero quedan los que vienen.
Biden ha tenido que tragarse, con todo lo dicho contra Trump, su propia foto de la vergüenza, con niños hacinados en centros de detención de la frontera que no aparentan la “dignidad” prometida en campaña. Y esa vertiente, la humanitaria, es la que sí puede afrontar de inmediato, como le reclaman Amnistía Internacional o Refugees International. Es una de las armas arrojadizas de estos días de los republicanos contra su gestión: en marzo llegaron a la frontera 18.000 menores no acompañados, del total de 172.000 personas que cruzaron desde el sur, un 70% más que un mes antes. En abril, la cifra subió a 178.000 personas, el dato más alto en 20 años.
El Partido Republicano habla de “caos”, de que la “frontera está abierta” y de “descontrol”, cuando el flujo ha crecido igualmente en todos los países sureños, tras la pandemia. Biden, según sus portavoces, ha expulsado al 70% de los migrantes que han logrado entrar desde enero, usando una norma aprobada por Trump, supuestamente para prevenir el coronavirus. Otra acción que chirría. Incluso, el Consejo Americano de Migraciones sostiene que se está dejando quedarse a menos familias ahora que en la pasada legislatura. Sí han bajado los arrestos: de 6.800 personas al mes con Trump a 2.500 con Biden, pero no ha podido cumplir con el fin de la detención prolongada de migrantes: aunque se implementó un plan para que sean liberados a las 72 horas, muchos niños han estado más tiempo, debido al aumento de la migración y la falta de instalaciones.
Como defendió Harris en su ronda centroamericana, a la espera de los grandes cambios legislativos, toca centrar los esfuerzos en avanzar con pequeños cambios que sumen, como la ayuda humanitaria a los países de origen y el fomento de las asociaciones público-privadas para enfrentar el aumento de la migración. Lo mismo se prometen 500.000 vacunas contra la covid-19 que se plantean proyectos para empoderar a las comunidades indígenas, a los agricultores o los emprendedores. También de acabar con comportamientos corruptos, para dar “esperanza” a la gente.
Se han dado pasos vistosos como el freno a la construcción del famoso muro mexicano, abogando por una “frontera inteligente” en la que en vez de obstáculos físicos haya mucha vigilancia y mucha tecnología, y el fin a las restricciones de viaje para personas de 13 países de mayoría musulmana.
Pero también ha habido demasiados derrapes. Por ejemplo, en abril se anunció que se mantendría la cuota anual de refugiados en el nivel mínimo marcado por Trump, de 15.000 personas. Un aluvión de críticas por parte de los sectores demócratas obligaron a Biden a rectificar la medida apenas unas horas después. France 24 recuerda que entre sus promesas estaba aumentar esa cifra hasta 125.000 refugiados anuales. “Algo que está muy lejos de ser realidad”.
Biden no ha completado la reforma del sistema de asilo, sólo ha aplicado una revisión parcial del Estatuto de Protección Temporal, otorgado a venezolanos y birmanos y extendido a sirios y liberianos, y se ha topado con la justicia, que le ha bloqueado su plan de congelar las deportaciones durante 100 días al menos. El viaje de Harris le ha servido de parche, porque aún no ha podido verse con los presidentes de El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Canadá, como tenía previsto en los primeros meses de su mandato.
En palabras de Jen Psaki, la secretaria de Prensa de la Casa Blanca, “reconstruir nuestro sistema migratorio es muy difícil”. Se entienden los plazos, la burocracia, los debates y las mayorías, pero el episodio de esta semana de la vicepresidenta Harris demuestra que hay que hilar más fino y situar, por encima de todo, unas garantías humanitarias reconocidas como esenciales, nunca ponerlas en duda, como con el asilo. Lo contrario es “decepcionante”, avisa la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez.