¡Pobres EEUU!
A un lado, un tipejo como Trump; al otro, un personaje como Biden...
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Escribo el día siguiente de la votación a la presidencia yanqui, es decir, el 4 de noviembre, puesto que en EEUU se vota antes, durante y después; por tanto, no se sabe aún, y vete a saber cuándo se sabrá, quién ha ganado.
Donald Trump no ha perdido el tiempo y ya la misma noche del 3 de noviembre (rodeado de banderas como una Isabel Díaz Ayuso cualquiera) afirmó taxativamente que es el ganador y reafirmó —lleva cuatro años repitiéndolo, especialmente y machaconamente durante la campaña— que ha habido fraude electoral y que acudirá a los tribunales. Afirmación cuando menos curiosa, si se tiene en cuenta que no ha habido nadie, ni siquiera Joe Biden (que se ha limitado a afirmar que las cosas van bien), que se haya proclamado vencedor de la contienda. Único escenario en que alguien podría alegar que la victoria es fraudulenta o espuria. Como si alguien se quejara de que no le han dado un premio que aún no se ha adjudicado.
A su entender, se tienen que dejar de contabilizar los votos en los diferentes estados en el momento que él vaya ganando y el resto, ¡ala!, a la papelera; como aquellas criaturas que quieren que acabe el partido cuando van ganándolo. Sería mucho esperar que un tipejo como Trump viera que su actitud es la misma, que se rige por el mismo principio, o que cayera en la cuenta de que en realidad el fraude lo está perpetrando o propugnando él y sólo él. Ya han salido la mar de voces republicanas que verían más «democrático» que todos los votos quedaran completamente y totalmente contados el día siguiente del día de las elecciones. Nunca han ocultado que, si hay que hacer trampa, se hará, porque la finalidad es que se haga «justicia».
Miras al otro lado y ves que el Partido Demócrata sólo ha sido capaz de oponer a Trump un personaje como Biden (sobre todo que no sea una mujer). Un candidato que tenía sobrecogido al partido. Rezaban para que no se le ocurriera decir, si estaba, por ejemplo, en Milwaukee, que se encontraba en Minneapolis; que no perdiera el hilo mientras hablaba; que sólo esperaba que no metiera la pata demasiado estrepitosamente en cualquier momento. Consideraban un éxito que no se equivocara, que pasase desapercibido. Era una agonía ver como en los mítines, obediente, se dirigía hacia el estrado con un cansino y desgarbado trote cochinero; debían de decirle que eso le hacía parecer dinámico y joven. Sólo cuatro años antes presentaron a una candidata preparadísima y en plenas facultades físicas y mentales.
La prensa, los medios, en medio de la sarta de tópicos que sueltan cuando hablan de esas votaciones, de vez en cuando se lamentan de que eso ocurra en «la democracia más antigua del mundo»; pues mira, no, de entrada que lo llamen «la democracia masculina más antigua del mundo» y a partir de ahí ya discutiremos si es la primera o no de ese tipo.