Pobre República
Defender una República tiene muy poco de revolucionario y mucho de sentido común.
Pobre República española. Ignorada la primera (con razón) y manoseada hasta el hartazgo la segunda, plantear hoy un cambio de modelo institucional implica hundirse en la más profunda melancolía. En realidad, el desconocimiento —o ignorancia voluntaria— y manoseo sobre el sistema político que se afanó en transformar la España atrasada, caciquil, analfabeta y profundamente eclesiástica de 1931 es tan formidable que cualquier razonamiento obliga a empezar desde abajo, desde lo más simple. Y, a partir de ahí, ir avanzando.
La dicotomía entre Monarquía y República debería ser exactamente eso: cuál de los dos sistemas es más beneficioso para un país. El primer error que se comete, tan arraigado como una sanguijuela a la piel, es establecer la división entre Monarquía y la República aplicando como marco de referencia de la organización del Estado exclusivamente a la Segunda República. La República, como concepto, no es sólo la II República, un truco o distorsión histórica tan falaz como vincular la Monarquía únicamente a la del dañino, incompetente y veleta Fernando VII.
Defender una República tiene muy poco de revolucionario y mucho de sentido común. La Monarquía configura su existencia y justificación en la sangre: eres rey porque eres hijo de rey. Por eso llama tanto la atención que muchos de los monárquicos más convencidos sean al mismo tiempo defensores de la meritocracia. O una cosa u otra. Lo contrario es una tomadura de pelo.
En su definición, una República es un sistema que ningún demócrata convencido puede cuestionar: se trata de una organización del Estado cuya máxima autoridad es elegida por los ciudadanos o por el Parlamento para un periodo determinado. La monarquía se sostiene en la sangre, con carácter hereditario, y la República en los votos. El rey lo es de por vida, ejerza su labor bien, mal o regular, mientras que el presidente republicano puede ser reemplazado libremente a través del voto. Uno es, por definición y razón de ser, autoritario (de auctoritas). El otro es democrático.
Tanto la crítica como el entusiasmo desaforado hacia el republicanismo se han engrandecido en España por una lectura errónea de la historia. La gran mayoría de los detractores y algunos de los defensores vinculan el término República no sólo a la Segunda española, sino a los tres años en los que, entre 1931 y 1936, gobernó la izquierda. Establecen, con una falta de rigor histórico vergonzante, que una República es inevitablemente de izquierdas, cuando la experiencia fallida de la Segunda República en España contó durante más de dos años con un gobierno liderado por el Partido Radical de Lerroux y la CEDA, un conglomerado de facciones católicas y de derechas.
Ni la República es la II República ni mucho menos una República tiene que ser inevitablemente de izquierdas. Macron no es precisamente un comunista que aboga por la dictadura del proletariado ni Draghi un socialista que defienda la colectivización de las tierras. Una República puede ser perfectamente, y de hecho es en la gran mayoría de los casos, de derechas. Defender que muchos de los países más prósperos de Europa son monarquías, como Noruega o Dinamarca, es tan cierto como reduccionista y rebatible: EEUU, primera potencia mundial, es una República.
Muchos de los monárquicos alardean de la estabilidad que aporta tener un rey. Por supuesto: al ser su figura indiscutible y hereditaria —un histórico designio de Dios, poco más o menos—, no hay lugar tan siquiera a cuestionar su figura. Es, en resumidas cuentas, lo que hay y debe acatarse. En una escala jerárquica, está el rey y, por debajo, sea una monarquía parlamentaria, constitucional o absoluta, meros súbditos sometidos a su poder. La república es sin duda más inestable, pero más democrática.
Del mismo modo, estos irreductibles monárquicos aportan su argumento definitivo planteando en qué manos quedaría el país si el presidente de la República fuera Pablo Iglesias, José María Aznar o Pedro Sánchez. La respuesta es bien simple: quedaría en manos de lo que los españoles decidieran en pleno ejercicio de su libertad. Mejor aún: en caso de que su actuación no les convenciera, siempre podrían votar a alguien diferente cuatro años más tarde. Siempre es mejor opción que tener un rey como Juan Carlos I, al que sólo una catarata de escándalos imperdonables llevó a abdicar y, como consecuencia, a seguir disfrutando de una placentera vida.
A la hora de plantear un debate serio sobre Monarquía o República es obligatorio saber de qué se está hablando. Mezclar churras con merinas y tomar parte de la historia como un todo es, además de erróneo, tramposo. Otra cuestión al margen es abordar el Gobierno de la II República, un intento desesperado por sacar a un país de un atraso contumaz y cuyos avances fueron cercenados desde dentro del propio sistema por la Iglesia, el Ejército y la aristocracia, que no consintieron la pérdida de privilegios que implicaba la llega de una forma de Estado que se basaba única y exclusivamente en la democracia y la libertad. Pero ese es otro debate.