Pintura al pastel
No soy capaz de empatizar con este nuevo modelo de protesta, que no consigue llamar la atención sobre el problema de fondo.
Mucho me temo que ni los carteles ni las pintadas resultan ya efectivas como medio de difusión o llamada a la resistencia, aunque todavía alzo la mirada con la vana esperanza de encontrar la espiral de Muelle o el arabesco de Tifón. Incluso un hijo mío, que lleva mi nombre y aún no se avergüenza, presume de haber tatuado paredes y vagones de metro en varios continentes.
Como en la torpe película que trata de la curación de un ciego y cuyo título he olvidado (¡ay, la ceguera del alzheimer!), hemos aprendido a no ver lo que nos estorba, aunque no sepamos en realidad, qué nos molesta y qué nos ayuda.
Conscientes de la miopía imperante, los publicitarios han decidido atacar el problema a lo grande: si no basta con una valla, se cubre todo un edificio con una tela en la que se muestra un mensaje no demasiado sutil acerca del bien ofrecido. Todos recordamos el anuncio de una serie sobre traficantes de droga en el que se deseaba una blanca Navidad. O aquel otro de una saga de superhéroes que alertaba sobre las corruptelas del poder y que, llámenlo casualidad, se exhibió en la calle Génova.
Por su parte, los activistas se ven obligados a discurrir estrategias de comunicación que despierten del letargo general. Lo tienen difícil, habida cuenta que escalar chimeneas de centrales atómicas ya es deporte olímpico y que el encadenamiento a árboles en peligro ha sido incluido en el manual del senderista.
Su última iniciativa ha sido atacar con comida (ya resignada de tantas veces como la han atacado algunos cocineros) célebres e irrepetibles cuadros, preguntando a voces si es más valioso el arte que la vida (Un paria duerme con el pie a la espalda. ¿Hablar después, a nadie, de Picasso?, gracias siempre, Vallejo) y si nadie va a mover un dedo por salvar la del planeta mientras las pinturas descansan al abrigo de severas medidas de seguridad. Otros, enarbolando la misma pregunta, se pegan las manos a cuadros famosos con cola de contacto. En el Prado eligieron las dos Majas, y para mí que erraron el tiro. Cuánto más adecuados hubieran sido el Saturno que devora a su hijo o el perro engullido por traicionera arena, ya que tanto les gusta Goya.
Estoy absolutamente de acuerdo con estos ecologistas y con la radicalidad de su mensaje: en mis mejores días pienso que casi no nos queda tiempo; en casi todos, que ya se nos ha pasado el arroz de la supervivencia. Pero no soy capaz de empatizar con este nuevo modelo de protesta, que no consigue llamar la atención sobre el problema de fondo, ya tan en la superficie, y ni siquiera sobre el mensaje escogido, sino sobre los mensajeros.
Lo único que recogen las fotos de la prensa es el rostro de los asaltantes (los llamo así por abreviar, pero no busquemos comparaciones imposibles); el único debate que han abierto es el que se pregunta qué les pasa por la cabeza a quienes atacan lo poco de hermoso, digno y perdurable que hemos parido como especie.
Van Gogh no tiene la culpa del precio que alcanzaron sus girasoles en una subasta (ni del que ahora tiene el aceite de pipas). Ya en su momento nos escandalizamos por semejante perversión.
Tampoco Goya es reo de los cristales de seguridad que aíslan su imaginación de nosotros, los mortales.
Aviso que agredir los Fusilamientos del tres de mayo, amén de provocación, sería un pleonasmo. Ya son una mancha de sangre.
La historia del arte es la de unos cuantos alquimistas que supieron extraer oro de entre la mierda de las casullas, la dominación y el dinero. Gente extraordinaria que consiguió que aquello hecho para contentar la soberbia de unos pocos nos refleje a todos. No me importa si es un estado, un magnate o un mangante el dueño nominal de tal o cual obra de arte. Sé que me pertenece tanto o más que a él.
En nada ayuda a la causa atacar, con más narcisismo que convicción, la intimidad sensible de todos y cada uno de nosotros. Y lamento con sinceridad pensar así, porque semejantes protestas contaminan a quienes limpian playas, regeneran bosques, denuncian con efectividad a los delincuentes de la contaminación e investigan para revertir la maldita tendencia.
Cuando el exhibicionista Ramón se encaramó a un elefante para dar una conferencia, alguien entre el público malició que montaba mejor la reina Victoria.
También Gómez de la Serna se equivocaba de vez en cuando.
Y lo de la sopa de tomate en el museo ya lo inventó el tendero Warhol, y se hizo millonario a costa de quienes le reían la gracia.
Me temo que todo lo que se haga en la galería y de cara a la galería no es más que pintura al pastel: indigesta, redicha y, en el fondo, intrascendente.